Tiempo Argentino (21 de Noviembre de 2010)
Cuando viniste? Estuviste en Jujuy y Tucumán…
–Hace un día y medio volví. Sí, estuve en Jujuy y Tucumán, dando algunas charlas, lecturas. En Jujuy, en un teatro y en la universidad, y en Tucumán en el Teatro Alberdi y también hice una firmadera de libros de tres horas y media que me dejó la mano recalcada.
–¿Cómo estás?
–Bien, bien. Yerba mala nunca muere.
–Yo tuve mi linfoma hace 10 años, y vos más reciente, y muy incipiente…
–Ya no me queda nada: atravesé todos los ríos. Me sacaron medio pulmón pero ya antes me habían sacado otras cosas. Me tuve que tragar una quimioterapia de cuatro meses, porque había una invasión a los ganglios, una tendencia “bushiana” a invadir el cáncer, y eso te deja despatarrado.
–Yo me hice rayos, quimio y después fui a trasplante de médula…Pensaba en esto que escribiste sobre Kirchner a propósito del fuego, del fuego que va a ser difícil que se apague…. ¿Tenés algo en particular con el fuego?
–En realidad, no lo escribí. Lo dije. Estaba en Tucumán, lo dije para la televisión nacional en Tucumán y después se hicieron versiones escritas, no mías, pero lo tomaron de ahí. Viene del primer relato del Libro de los abrazos, donde cuento algo que se me ocurrió conversando con unos pescadores negros de la costa colombiana, y el más viejo dijo que había subido al cielo y había regresado, y que allá había visto a la tierra desde arriba y vio que éramos un mar de fueguitos, que los humanos somos fueguitos, y que no hay dos fuegos iguales, que hay fuegos grandes, fuegos chiquitos, y algunos fuegos, fuegos bobos que no alumbran ni queman, pero otros arden la vida con tantas ganas que no se puede mirarlos sin parpadear y quien se les acerca se enciende. Y a mí se me ocurrió repetirlo ahí, improvisado, ante la televisión, y se me ocurrió decir lo que creo de verdad: que Néstor Kirchner era uno de esos fuegos, y que no va a ser fácil apagarlo.
–¿De dónde suponés que te viene el empleo de tus frases cortas? Hay una colega –Sandra Russo– que una vez dijo algo de vos que a mí me pareció una muy interesante descripción de tu escritura: las palabras de Galeano son como cuchillos, atraviesan el hueso, es imposible permanecer indiferente. Y es cierto. Son las palabras, pero más bien siempre he creído que son las frases. ¿De dónde te viene eso?
–En primer lugar, de una profesión a la que he llegado porque soy un inútil total para cualquier otra cosa: no sé manejar un auto, ni arreglar un enchufe. No sé hacer nada. Lo único que me sale es escribir, y llevo muchos años intentando escribir de tal manera que sólo queden vivas en el papel las palabras mejores que el silencio, y eso me viene del viejo Onetti. De cuando recién empezaba en estas lides literarias, cuando me dijo que había un proverbio chino que decía que las únicas palabras que merecen existir son las palabras que son mejores que el silencio. Creo que, como era muy mentiroso, debe ser mentira, y que el proverbio no era chino, que era una cosa de él, pero es estupendo. Debería estar bien grande, en las paredes, sobre todo para los que vivimos de las palabras, los que usamos las palabras, los políticos, por ejemplo. Esta necesidad mía de decir mucho con poco, proviene de una cierta alergia a la “inflación palabraria”, que es como, en el mundo iberoamericano, en el mundo español que de ahí viene, creo, una manía de palabrearlo todo. Y a una valoración del silencio, quizá el lenguaje más hondo, más profundo de todos. Es muy difícil competir con el silencio.
–¿Tenés técnica para eso? Ves una oración y vas tachando hasta que te quedan las palabras que te parecen las precisas?
–Así es. Aparece una primera versión, después una segunda, una tercera, 10, 15 versiones. Me cuesta un trabajo enorme. Te cuento una cosa reveladora, y digo que es la mejor definición que he escuchado acerca de lo que yo mismo hago. Ocurrió cuando estaba presentado mi último libro, Espejos, que es justamente un mosaico de la Historia Universal, con historias muy breves. Muy concentradas que es lo que me gusta hacer. Recorrí varios lugares de España, andaba en Galicia y al llegar a Ourense, un pueblo pequeño con mucho encanto, gente muy cordial y agradable, y ahí hice una lectura en un local que estaba lleno. En la fila de atrás, veía desde lejos, a un señor que me miraba con el ceño fruncido, sin parpadear, parecía muy enojado, con una cara que me gustó, muy marcada por la vida dura, la vida al sol, la cara de un campesino gallego. Parecía pintado, pero estaba enojadísimo. Y yo, al principio, no podía desprenderme de esa mirada de ese hombre furioso. Duró toda la lectura, y después de los abrazos, la firmadera y esas cosas lindas que ocurren, él permanecía ahí quieto, duro como una estatua. Se fueron todos. Caminó hacia mí y yo pensé es el último de mis días, y cuando llegó ante mí, sin pestañear, sin desfruncir el entrecejo, me soltó la siguiente frase: “Qué difícil debe ser escribir tan sencillo.” Después me dio la espalda y se fue. Y es lo mejor que he escuchado decir acerca de lo que hago, y el elogio más alto. No creas que lo dijo con un abrazo, ni en tono cálido, sino con un tono de hosquedad, de campesino gallego hosco pero verdadero. De esos que no mienten nunca.
–Mucho no se sabe de vos. Supongo que es porque se te exige mucho más a vos: que tengas la solución para el mundo, que sepas para dónde va la humanidad, pero algunas cosas que uno se entera, como que vos pensabas que ibas a ser artista plástico, lo de Gius, que en realidad es una adaptación de tu primer apellido Hughes. ¿Cuándo pensabas lo del artista plástico?
–Galeano también es mi apellido verdadero. Tanto como el otro, y no hay primero ni segundo. Empecé a firmar Gius, cuando hacía caricaturas, algunas de las cuales se publicaron en Tía Vicenta acá, y otras en Montevideo. Antes había pasado por otras vocaciones que tampoco funcionaron: quise ser jugador de fútbol como todo niño uruguayo que nacemos gritando gol, por eso las maternidades uruguayas son tan barulleras con un gol entre las piernas de la mamá, y no funcionaba. Bueno, funcionaba, como lo digo en el libro de fútbol que publiqué, diciendo que yo fui una estrella del fútbol que humillaba a Maradona y a Pelé juntos, pero sólo de noche, mientras dormía, porque cuando me despertaba era una pata de palo sin redención posible. Después quise ser santo, pero mi tendencia natural al pecado terminó por ser tan clara y evidente que por ahí tampoco iba.
–¿Es metafórico?
–No. De chico fui muy místico.
–¿Pensaste en ser cura o algo así?
–No sabía muy bien, pero pensaba que era por ahí, y fue un desastre. Evidentemente no tenía condiciones para la santidad porque el pecado me llamaba con voz irresistible. Y después, lo de las artes plásticas: me quise expresar dibujando, pintando, y siempre sentía que esa distancia que se abre entre lo que querés y lo que podés era un abismo hondísimo, y por ese lado no iba a llegar a nada. Intenté escribir y al principio era muy difícil enfrentar la hoja en blanco. Han pasado los años y sigo sintiendo el mismo temblor en las rodillas. La misma sensación de desamparo ante la hoja en blanco, como la primera vez, lo que es para mí la prueba de que no me he jubilado de escritor, que no me he profesionalizado.
–Eso me decía “El Gordo” Soriano cuando tenía las crisis creativas, ya como escritor consagrado. Pero vos has logrado que no te pongan un plazo para entregar un libro, ¿no?
–Eso fue un error que cometió El Gordo. Yo lo he querido mucho, fue un gran amigo, y me parece que se equivocó cuando empezó a aceptar contratos que lo obligaban a entregar libros con un plazo y con una extensión. Me decía: “Tengo que rellenar 20 páginas.” Y yo le decía: “No rellenes nada, no jodas, no hagas eso.” Pero él me decía que ya había firmado el contrato, pero claro, El Gordo llegó a ser el escritor mejor pago de la Argentina, con cifras millonarias. Creo que eso le apresuró la muerte. Ojalá no sea cierto, pero me parece que influyó mucho. El Gordo, ya en los últimos tiempos, no sentía tanto placer escribiendo. La literatura se había convertido en un deber y no en un placer. Esa es la sensación que yo tengo.
–Alguna vez contaste que en 1959, que tenías unos 18 o 19 años, cuando te encerraste en un hotel en Montevideo y…
–Me quise despachar. Sí, a los 18 años.
–¿Qué hiciste?
–Nada. Me tomé pastillas para matar a varios caballos juntos, pero sobreviví. Por dolor del mundo. No resistía. Por suerte me desperté con tantas ganas de vivir. Se ve que yerba mala no muere. Después atravesé otras muertes, ya no autoinfligidas, sino en otras circunstancias y fui escapando vivo. Y vivo estoy.
–¿Dónde te despertaste?
–En un hospital, preso, porque en Uruguay eso es delito. Pero lo importante es que me desperté con la certeza de que nunca más iba a aceptar el llamado de la muerte, cuando la muy puta viniera a contarme al oído historias deliciosas. Lo que vale la pena es vivir.
–¿Cómo siguió?
–Con 1000 tropezones, andando.
–En algún momento la hoja deja de estar en blanco…
–Claro. Simplemente a partir de ahí fue como una resurrección, como nacer de nuevo. Creo que la gente cuando está viva de verdad, no me refiero a mí, nace de nuevo muchas veces. Esta idea de que uno nace y muere sirve para los servicios fúnebres y estas bobadas, pero en la realidad uno nace de nuevo varias veces. Y lo mejor que te puede ocurrir es nacer de nuevo 30, 40 veces, como este gran pintor japonés del siglo XIX, Hokusai, que se cambió de nombre 37 o 38 veces, y cada nombre iba señalando uno de sus nacimientos. A medida que él iba naciendo de nuevo en el arte, o en la vida, se cambiaba el nombre.
–¿Cuándo empezás a escribir como Galeano?
–A partir de esa primera resurrección, como una manera de celebrar ese renacimiento. Después, algunos interpretaron que me llevaba mal con mi papá, o que no me gustaba el apellido británico, cosas como esas. Me llevaba re bien con el viejo, que era quinielero, macanudo, bohemio, y además no creo que mi vocación latinoamericanista tenga nada que ver con los nombres.
–¿Cuándo se mete la política en el escritor, en lugar de un escritor literario?
–Desde siempre. Yo me afilié a la Juventud Socialista a los 13 años, casi 14. Ahí empecé a hacer caricaturas políticas en El Sol, el órgano socialista. Y firmaba Gius, lo había castellanizado por razones fonéticas. Don Emilio Frugoni me recibió, yo acababa de ponerme los pantalones largos, le llevé algunos dibujos, le gustaron, me dio un cuartito, un altillo en el Partido Socialista, donde yo trabajaba. Me puso tinta china, témpera blanca, unos papeles, me acomodó un escritorio y me dijo: “A partir de ahora este espacio es tuyo.” ¡A los 14 años! Para mí fue una gloria del socialismo, Emilio Frugoni. Don Emilio me buscaba ahí todos los domingos de noche y me llevaba al cine. Y el que me visitaba todos los domingos de tarde era un hombre de pocas palabras pero muy entrañable, muy cariñoso, que se llamaba Raúl Sendic, que me daba los mejores chistes, las mejores ideas eran de él, tenía un sentido del humor finísimo, y después le contó él al Pepe Barrientos, otro gran amigo, cosas de aquellos tiempos con mucho cariño. Tomábamos el ómnibus juntos porque vivíamos cerca, y me acuerdo que me contó que dormía en el balcón porque no soportaba los techos. Imaginate lo que habrán sido después sus años en El Aljibe, cuando lo tuvieron. Y le contaba al Pepe: yo trabajé con este muchacho, le pasaba chistes, me quedaba con él al lado mirándolo, tan chiquilín que era, y pensé: “Este va a ser presidente o gran delincuente.” Y fue un gran delincuente.
–¿Cuándo te ponés Galeano? ¿Después del episodio del hotel?
–Sí, celebro ese renacimiento. De algún modo, aunque no fue consciente, fue una manera de nacer de nuevo.
–Antes de la mítica Crisis, hay una tapa en Uruguay de Marcha…
–Marcha, pero antes de Marcha, en el diario Época, diario al cual dirigí a los 21 años. Era un diario de irresponsables, todos jovencitos, a veces teníamos 500 redactores y a veces cinco. Yo hacía la página editorial y el horóscopo, porque me encantaba inducir a la gente a la perdición. Entonces, invocando a los astros, les daba consejos, todos ellos en la frontera última del infierno. Me divertía mucho, porque además yo tenía que hacer la página editorial, de temas aburridísimos. Eso me divertía, y también hacía crónicas de fútbol o policiales. Nadie cobraba. Era un diario en el que todos vivíamos de otra cosa. Yo había entrado por concurso a la universidad en la parte de publicaciones, y de mañana trabajaba en la universidad, a la tarde trabajos para editoriales como corrector de estilo de textos sobre la vida sexual del tucu tucu y temas así, y de noche iba al diario. Después me tomé una licencia del diario (ya cerrado casi entre la policía y los acreedores) y así escribí Las venas abiertas de América Latina. Todo de noche.
–¿Siempre escribís de noche?
–Siempre de noche. Soy nocturno. Para escribir me gusta mucho la noche, no tanto como al Gordo Soriano que vivía de noche, pero me acuerdo cuando dirigía Crisis que formamos un grupito de fútbol y jugábamos acá en Palermo los miércoles a las diez de la mañana, y lo pasamos a las once para que El Gordo se incorporara, pero ni así. El Gordo dormía hasta las tres o cuatro de la tarde. Nunca nadie pudo saber si era verdad que jugaba bien al fútbol.
–Viste que él tenía ese mérito: nunca sabías si hablaba en serio o no. Charlábamos con “Bobby” Flores el otro día. Viste que cuando El Gordo se exilia y vuelve, cuenta que en Bélgica sobrevive contando patos en no sé qué lago. Nunca sabías si había sido cierto.
–Y sí. Creo que no es verdad, pero no importa. Es como dicen en Italia: Se non è vero, è ben trovato , y esto es ben trovato. Si no es verdad, está bien compuesto. Son maravillosas las historias del Gordo. Fantaseaba mucho, era parte de su encanto, y vivía todo como realidad y por lo tanto era de algún modo real.
–¿Cómo recordás la época de Crisis?
–Como una época espléndida. Fui muy feliz en ese período. Siempre me pareció muy injusto que aquella época fuera después reducida por buena parte de los historiadores y cronistas que se ocuparon del tema, al puro “bam bam” de la violencia. La Argentina generó una gran energía creadora en aquellos años, por eso la revista fue posible. Recordemos que fue una revista cultural ejemplar que llegó a vender 35 mil ejemplares. Es el mayor récord de las revistas culturales en lengua española. Por algo sería. Transmitía una energía de vida que otras revistas culturales no la transmitían.
–También contribuyó al mito el hecho de que después no aguantaban la censura, y “algunos tiramos la llave al Río de la Plata”, dijiste en algún momento, pero no siguieron con la revista.
–No, no se podía. Había que elegir entre el silencio y la humillación, y elegimos el silencio.
–Sos un ciudadano de búsqueda de cosas, un curioso. No me gusta decir el ciudadano del mundo. ¿Te ayudó una cosa así en el exilio?
–Sí, claro. Me ayudó la curiosidad. Desde el principio supe que yo no me exiliba para ir a llorar al cuartito. La idea era convertir esa penitencia en un tiempo de creación.
–¿Dónde caés apenas te vas?
–A Alemania, que me pagaron el pasaje para la feria. Aproveché. Nos fuimos con Helena. Primero hicimos una escala en Brasil para estudiar la posibilidad de quedarnos. Recuerdo un almuerzo con Tom Jobim, Chico Buarque, mediados del ’76, julio, agosto. Era amigo de ellos. Les dije que me gustaría quedarme ahí. Y los dos, muertos de risa, me dijeron: “Te conviene irte ya, agarrá el avión de la noche.” Seguí viaje a Frankfurt. De ahí a la costa catalana. Yo tenía una hija trabajando en Cataluña y pensamos que desde el punto de vista del trabajo podía ser el lugar que ofreciera mejores oportunidades de trabajo vinculados a lo que yo hacía. En aquel tiempo, Barcelona ofrecía mejores oportunidades. Yo pude, pudimos con Helena, encarar esos años difíciles y convertirlos en un tiempo de creación. Convertir esa maldición en un tiempo de creación. Nueve años, nueve años y medio. Y estaba haciendo las valijas y me dio un infarto. Me recuperé de eso y fue el regreso a Buenos Aires, a Montevideo.
–¿Cómo es sobrevivir a un infarto?
–Soy un sobreviviente. Sobreviví a un infarto y a varias cosas más. Tuve un infarto agudo del miocardio, y se me murió una parte del corazón. Parece ser que el cuerpo humano contiene músculos secretos: cuando parece que ya no tenés cómo funcionar, vienen los ejércitos de reserva, que acuden, y entonces se multiplica el órgano. No sé cómo se explica eso. Seguramente la ciencia médica lo explicaría. Yo estuve un mes internado en el hospital de Barcelona, no me querían largar, y cuando lo hacen, me llenan de recomendaciones y me dan una bolsa de medicamentos. Yo salí, busqué un tacho de residuos, tiré todos los remedios y seguí bebiendo, fumando, comiendo. Haciendo la vida loca, y sobreviví. No sé cómo pero sobreviví. Después tuve que dejar de fumar, claro.
–¿Eso significa que no le tenés miedo a la muerte o que no le tenés respeto?
–Sí, de alguna manera es así. Actúo de una manera bastante irresponsable en mis relaciones con ella. La verdad es que creo que he llegado a mirarla de tal manera que ni me asusta ni me atrae, dos posibilidades igualmente jodidas.
–¿Por todo lo que te pasó o porque tu pulsión vivencial siempre fue así?
–No sé. No sé cuál es la frontera que separa lo que siento de lo que pienso. Por eso me gusta tanto aquella palabra que escuché en Colombia: “Sentipensante.” Trato de vivir las cosas como si no fuera posible fracturarlas, dividirlas. Lo mismo que viste que estamos entrenados para dividir el alma del cuerpo, la bella y la bestia, el pasado y el presente, la vida pública y la privada. El ejemplo típico del militante de izquierda que le daba una golpiza a la mujer y después habla en los actos públicos de los Derechos Humanos y todas esas cosas que yo he tratado de integrar dentro de mí. Las muchas personas que yo contengo.
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