Tiempo Argentino (22/11/10)
Al volver, ¿tuviste alguna vez añoranza por cosas del exilio?
–La verdad que no. Me gustó volver. Al principio a la Argentina y después a Uruguay. Recuerdo que cuando volví a Montevideo, puse la radio y creí que era yo el que hablaba desde la radio, porque el locutor tenía mi voz. Me reconocí en la voz que escuchaba, cosa que en España no me había pasado. Hay una musicalidad del lenguaje, con variantes de país a país. Los montevideanos no hablamos igual que los porteños, pero somos parte de una música común. Ahora vengo de Jujuy y Tucumán. Las voces del norte, la musicalidad del norte es diferente de la musicalidad del sur, pero todos tenemos una cierta música al hablar, y yo quiero tenerla también al escribir. De eso se trata. Y el reencuentro con esa música para mí fue muy importante. Por otro lado, me gusta el verdadero internacionalismo, que no tiene nada que ver con la globalización, con el imperio del dinero, con rango universal, con categoría universal, sino esta certeza de que uno puede ser contemporáneo con estas gentes, personas nacidas quién sabe hace cuántos siglos y milenios, y también compatriota de personas nacidas en lugares muy distantes del mapa. Para mí, es una alegría enorme. Cuando yo ando por ahí y hago lecturas, como hice ahora en Suecia, en lugares que uno considera muy lejanos, muy ajenos... y sin embargo hay una comunicación muy directa. Hay cosas nuestras, que son solamente nuestras, y otras que forman parte más o menos de rasgos no iguales, de ningún modo iguales, sino confirmaciones de la diversidad, dentro en un arcoiris de colores que integramos junto a otros colores, en pie de igualdad. Ese arcoiris es universal de verdad: hay sentimientos, pensamientos, pánicos, certezas, dudas, pasiones que son comunes a todos los bichos humanos en el mundo, de algún modo.
–¿Cómo caés a Onetti a esa edad?
–Me mandó el viejo Quijano, de Marcha. Yo era redactor en ese momento. Me dijo: “Hacele una entrevista a Onetti.” Y fui a verlo al Castillo del Parque Rodó. Él tenía su oficina ahí, dirigía algo que en aquella época no existía, las bibliotecas municipales, que en aquel tiempo no existían. Por eso, se quedó nada más que con dos dientes. Como no tenía nada que hacer, se iba aflojando los dientes, uno a uno, hasta que le quedaron sólo dos. Una vez lo entrevistaron un par de chicos que yo mandé a Madrid, de la Universidad Complutense, y él les dijo, al recibirlos, medio dormido a las tres de la tarde: “Discúlpenme que los reciba con dos dientes, pero los otros se los presté a Vargas Llosa.” Bueno, le dije: “Vengo porque me manda Quijano, usted trabajó en Marcha, fue jefe de redacción”, pero me dijo: “No esperes que te diga nada brillante, porque estoy sin dormir.” Así empezó. Mal que bien, le arranqué una entrevista. Y después me dijo: “Cuando quieras venir…” Y ahí me fui arrimando, compartiendo sus silencios. A él le gustaba estar acostado en la cama. Desde que era bebé no se levantó: siempre en cama, con el vino a mano.
–Pero con una cosa de cristal, ¿no?
–Sí, siempre. Se lo había regalado su última mujer, la violinista Dorothea, o Dolly, que volviendo de Viena le había traído una cosa extraña de cristal, una especie de alambique, tubos de cristal que se comunicaban unos con otros, para ir a dar a un recipiente final que le iba a servir el vino, que empezaba a circular desde muy arriba, de modo que él no tuviera que hacer nada más que levantar un poquito el vaso y el vino salir. Me convidada a mí. Era un vino de cirrosis instantánea, el vino más barato y de peor calidad que puedas imaginar, un vino horroroso. Compartíamos silencios, y cada tanto me contaba cositas como aquel falso proverbio chino, ¿no?
–¿Te llevó tiempo quererlo a Onetti?
–No, la verdad es que desde el principio fue querido y queriente... Si él me aguantaba también a mí. Una vez le dije: “Ahí leí una entrevista que diste el otro día, diciendo que escribís para vos, y eso me parece que es una mentira.” El viejo me aguantaba, porque era muy violento decirle que era una mentira. Y me dijo: “Mentira… mirá vos… venir a enterarme de que eso es una mentira. Vos no sabés nada. Eso viene del señor James Joyce, que decía ‘yo escribo para un señor que se llama James Joyce, que está sentado frente a mí, acá en esta mesa.’” Le dije: “Mentís vos y él también mentía. Si es verdad que escribís para vos, no sé para qué publicás.” Se puso furiosísimo. Me quería echar, pero no se podía levantar de la cama, le dolían los huesos.
–¿Considerás que él y Rulfo son los más grandes de la literatura en lengua española del siglo XX?
–Probablemente, sí. A él no le gustaba que le dijera de Rulfo, pero pensaba como yo. Cuando me preguntaba cuáles eran los tres que me gustaban, le decía para provocarlo: “Rulfo, Rulfo y Rulfo. Esos tres.”
–¿Alguna vez te dio lástima cómo vivió, los fantasmas que lo atravesaban, ese vivir en la cama?
–No, era su manera. La que él elegía. Era su forma de estar en el mundo. Lo mismo esta cosa de vivir en estado de angustia perpetua, que creo que hasta cierto punto era algo elegido, que le daba algún secreto placer, y que se refleja en su literatura. En realidad, yo lo que he escrito a lo largo de todos los años de mi vida tiene algo que ver con el universo onettiano. Le debo muchísimo en el arte de escribir, en el oficio de escribir, aunque él se negaba a darme secretos. “No te voy a enseñar ningún truco, olvidate de eso. Eso lo vas a aprender solo”, me decía.
–¿En qué agradecés el haber nacido en Montevideo, Uruguay?
–Es una ciudad que elijo. No estamos condenados a vivir en una ciudad en la que nacemos, salvo por trabajo, líos que te obliguen, pero yo no estoy obligado a vivir ahí. Nadie te preguntó dónde querías nacer. Ni siquiera te preguntan si querés nacer. Yo tuve la suerte de nacer ahí. Es una ciudad respirable y caminable. Se puede respirar y se puede caminar. Caminar es importante para mí, por las orillas de eso que llamamos mar y en realidad es un río-mar, y camino horas, y eso me ha ahorrado una fortuna de psicoanálisis. Y lo de respirar: en las grandes ciudades se hace difícil respirar. Montevideo no tiene contaminación. Son dos cosas importantes. La gente es cordial, muy agradable.
–Es difícil imaginarte enojado. ¿Te enojás con cosas cotidianas o con cosas macro estructurales, las injusticias de la vida?
–Lamentablemente, nos pasa a todos: nos enojamos por bobadas, y es un desperdicio, porque hay que guardar la capacidad de enojarse. La capacidad de indignación, te diría que es la mejor forma de la expresión del enojo. Cuando te indignás por algo, y uno tiene que elegir al fin y al cabo cotidianamente de qué lado está: del lado de los indignos o de los indignados. Muchas veces uno se enoja por boludeces, y esas mismas boludeces lo dejan sin dormir toda la noche. Es muy difícil separar la paja del grano. Con la razón sí se puede, pero hay algo dentro de uno que lo empuja a la bobería.
–En alguna nota contás algo muy fuerte, arriba de un camión destartalado, con una señora y una beba… ¿qué fue?
-Sí, en el Alto Paraná. Fue terrible. Anduve un tiempo por el Alto Paraná, al principio trabajando para los paraguayos, para registrar la invasión brasileña a través de la frontera paraguaya... que por cierto, el primer foco de la invasión brasilera fue la invasión de la soja también, iban penetrando junto con la soja campesinos desamparados, muertos de hambre, pero hacían el trabajo para los terratenientes, que desde escritorios con aire acondicionado en San Pablo mandaban a estos como avanzada y se iban apoderando de pedazos del Paraguay. Estuve como un par de meses, y me ocurrieron muchas cosas. Una de ellas fue que en un camión... nos movíamos en camiones que iban de un lado a otro en la selva, tratando de vivir esa experiencia junto con esta gente: eran instrumentos, nada más. En el camión, me trepo como puedo, iba de pie, agarrado a un caño para no caerme en los banquinazos. Sentada junto a mí, venía una mujer de cara muy sufrida, de alguien que ha vivido sin domingos, con un bebé en brazos. Me acerqué, vi al bebé, pregunté cómo se llamaba. Ella me contestó, pero todo en un espacio de dulzura, de suavidad, en medio de aquella violencia del traqueteo irrumpiendo violentamente en la selva. Íbamos hacia un lugar poblado que quedaba como a tres horas. En un momento, cuando se baja gente, yo me senté al lado de ella, volví a mirar al bebito y empecé a notar que cambiaba de color, pero no… no quise comentar nada. En ese trayecto de tres horas, el bebé había muerto. No había médico ni ningún tipo de atención médica en este remoto lugar donde esa pobre mujer vivía. En el tránsito hacia algo parecido a un centro de salud, se le murió. La ayudé a bajar, no sabía ella qué hacer con aquel muerto, y yo tampoco. Yo tampoco.
–¿Cómo canalizaste esa indignación?
–Se me dieron varias situaciones así. Cuando andás por ahí, te encontrás con esas cosas. Y se convierten en furias justas. Son las que me gustan tener para sentirme de veras vivo. Las otras, las estupideces, quisiera expulsarlas de mí, pero no siempre puedo.
–En algún momento dijiste instrumentos. Alguna vez hablaste de tu relación con las máquinas…
–Ahora uso. Siempre digo, parece un chiste pero es verdad: sospecho que las máquinas viven de noche cuando nadie las ve y por eso de día hacen cosas inexplicables. Fui venciendo estos prejuicios y uso computadora. Yo escribo a mano, pero para ciertas etapas del trabajo me sirve mucho.
–Igual que necesitás el diario de papel.
–Sí. Lo necesito. Soy incapaz de leer un libro en pantalla. Completamente incapaz, y ni siquiera el diario. A veces, cuando sucede algo muy grave, recurro a Internet, pero el placer del crujido del papel entre las manos mientras uno desayuna, es inimitable. Los libros los escribo, los aprieto contra el pecho, cuando me dicen algo que vale la pena escuchar, y creo que están vivos, y nunca pude tener esa misma sensación ante una pantallita.
–Las máquinas las maneja uno, pero ¿uno se ha convertido en instrumento de los instrumentos?
–No soy instrumento de ningún instrumento. Sí me defiendo de un sistema que todos los días me induce a serlo. Cada día, con gigantescos aparatos de publicidad y de mala educación, de des-educación que el sistema universal maneja –que cuando yo era chico se llamaba capitalismo y ahora llaman economía de mercado–, te induce a convertirte en un instrumento. A que seamos máquinas de nuestras máquinas: terminamos siendo programados por la computadora, manejado por el automóvil, y eso es lo que no me gusta.
–¿Todos los días peleás contra eso?
–De alguna manera, me defiendo de eso porque sigo creyendo que más vale crear que consumir, más vale crear que comprar hecho. Yo viví un año y pico en Venezuela, en el año 1970, y era la cultura del petróleo en acción, que es justamente el paradigma de esto que te digo: que había que comprar hecho. ¿Para qué tomarte el trabajo de crear algo si podes comprarlo hecho, en plena borrachera petrolera? Bienvenido a la Venezuela Saudí, decían mis amigos venezolanos. Me acuerdo la primera vez en un supermercado, que vi bolsitas de plástico, de Escocia, con agua para poner en el whisky, para tomarte un whisky escocés con agua escocesa. Siempre desconfié que habría un rioplatense atrás de esto. No sé ahora, con toda la revolución que existió en los años de Chávez, pero en aquella época Venezuela era, en proporción a la población, el país que más whisky escocés y champagne francés consumía. Un país envilecido por la cultura del petróleo, organizado para el consumo, el consumo y el consumo. Y eso implicaba un daño también, por suerte no irreparable, pero daño al fin, en las relaciones humanas. Era como un zapping continuo. Las frases no podían durar más de 20 o 30 segundos, porque enseguida se pasaba a otro tema. Me imagino lo que habrá sido, lo que está siendo para Chávez, luchar contra eso. Eso no se cambia ni en un día ni en dos. Él intenta cambiarlo y por eso quizá descansa tanto en el aparato militar, porque es una estructura, quieras o no, más disciplinada, más eficiente. El resto está todo organizado para la ineficiencia y la corrupción en un sentido más profundo, un envenenamiento del alma. El drama de los países de Medio Oriente con todos esos jeques: 5000 príncipes tiene Arabia Saudí, el país predilecto de Bush y los suyos.
–¿Hay cosas que ya no pueden cambiar?
–No, creo que todo puede cambiar, nacer de nuevo, que podemos cambiar, y que el miedo a cambiar es uno de los miedos dominantes en el mundo de hoy, que te empuja a cambiar sólo en el sentido de convertirte en mercancía. Ahí, los cambios son bienvenidos y aplaudidos, pero si cambiás para ejercitar lo mejor que tenemos, que es justamente la capacidad de indignación que corresponde a la voluntad de justicia, y la capacidad de belleza –que es la mejor energía que el ser humano contiene, pero que implica un trabajo creador, un esfuerzo de creación–, el sistema te domestica para lo contrario. En una de las charlas que di en Jujuy, creo, yo reivindiqué, hablando del Bicentenario de la Independencia, la necesidad de que seamos de verdad independientes, una tarea pendiente aún, citando las sabias palabras que, en la primera mitad del siglo XIX, proclamaba y gritaba en vano, a lomo de mula, recorriendo los caminos de América, “El Loco” Rodríguez. Así lo llamaban a Don Simón Rodríguez, el gran educador, el gran pensador latinoamericano del siglo XIX, que decía eso. Increpaba a los dueños del poder: “ustedes que copian todo, todo lo que viene de los Estados Unidos, Europa...” Lo decía en 1830. Imaginate la actualidad que tiene. “Por qué no le copian lo más importante que es la originalidad”, decía. Lo llamaban “El Loco”, lo despreciaban, nadie le daba la menor bola. Sucre lo echó de Chuquisaca. El había fundado la primera escuela revolucionaria en América Latina, la que mezclaba pobres y ricos, niñas y niños, y sobre todo, la que mezclaba los oficios manuales con las actividades intelectuales. Te enseñaba a ser un ser humano integral, que no sólo supiera sumar y restar, leer y escribir, sino también manejar la madera, la cal, las piedras, saber construir, saber sembrar, pescar. Era una escuela ultrarrevolucionaria para esos años del mil ochocientos veintipico. Al final, Sucre, porque las beatas graznaban contra este deprevador de las costumbres, estimó que las cuentas no daban, y lo echó.
–Mencionás la belleza. Qué es más bello: ¿Maradona u Obdulio Varela?
–Competencia difícil. No creo en las competencias. No creo que la vida sea una pista de carreras donde competimos a ver quién es el más bello, el más bueno. No creo que se viva para eso. Creo que Maradona ha sido un espléndido jugador de fútbol, pero además de eso ha sido el primer rebelde en el mundo del fútbol profesional, casi el único. Después de él, no hubo otro capaz de enfrentar a este gigante despótico que es la FIFA. Por lo tanto, fue el abanderado de los jugadores. No sólo de los profesionales que conocemos porque salen en los diarios, sino también los jugadores humildes, anónimos, que son la inmensa mayoría. Y Varela también era, en lo rebelde, muy parecido. Él encabezó la huelga de jugadores más larga en toda la historia del fútbol en Uruguay, que duró siete meses: huelga en la que los jugadores reivindicaban su derecho a tener un sindicato reconocido por la Asociación Uruguaya de Fútbol, y él fue el capitán también de la huelga. Era albañil, y se venía a trabajar a Buenos Aires. Y después fue el capitán de ese prodigio, que cumplió esa hazaña inverosímil, derrotando a Brasil, ante 200 mil personas en el Maracaná, después de ir perdiendo 1-0.
–¿Es cierto que cuando hizo el gol Brasil le hiciste tantas promesas a Dios, que te las olvidaste y no pudiste cumplir ninguna?
–Tal cual. Yo era un niño, tenía nueve años. Cuando Brasil hizo el gol, que escuché en la voz ronca y poderosa de Carlitos Solé (un gran locutor, una especie de Víctor Hugo Morales de aquellos años), imaginate el baño de agua fría que fue aquello. Me hinqué, recé, le pedí a Dios… Diosito… por favor, escuchame… y le hice una promesa, y Uruguay hizo un gol, y otro, y ganó. Después, por suerte, me olvidé de las promesas. Yo siempre digo, si no me hubiera olvidado, sería uno de estos locos que andan por la calle musitando Padrenuestros...
–¿Cuando lo conociste al Che, estaba vestido de beisbolista?
–Guardaba sus ropas de guerrillero desde siempre. Se pasaba día y noche, y creo que hasta dormía vestido de guerrillero. Era, creo, en aquel momento, Ministro de Industria, unos meses antes de que se fuera al África. Era un aniversario de la Revolución. Yo integré una delegación uruguaya de tres personas, y pedimos una reunión con él para conocerlo. No era en ese momento esta figura mitológica que es hoy día. Incluso hubo gente que no entendió muy bien por qué pedíamos hablar con “el troskón ese”. Y fuimos. Yo pedí a mis dos compañeros de delegación, mayores que yo –porque era el mas joven, con 23 años–, permiso para hacer una pequeña locura al entrar, pero no les quiero decir qué voy a hacer. Sí, dale, me dijeron. Y él nos abrió la puerta diciendo: “los uruguayos, a ver, que pasen los uruguayos”, y yo entré primero y le planté en la cara un ejemplar de Granma, en la que él estaba en la tapa con el bate de béisbol, y le dije traidor. Al principio, se quedó estupefacto. Se sacó de la cara, vio qué era lo que yo le mostraba y se empezó a reír. Y no pudo parar de reír, y cuando dejó de reír, me pegó en la espalda y me dijo: “Es la primera vez que alguien me llama traidor y sigue vivo.” Se supone que entrábamos por diez minutos, nunca más, y estuvimos tres horas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario