"Hacer un país es hacer hombres para que, a su vez, los hombres hagan el país" (Arturo Jauretche)

viernes, 4 de enero de 2013

La historia y la valoración ética del pasado

(Ezequiel Adamovsky)

La aparición de obras de divulgación histórica de gran éxito comercial y mediático, desde comienzos del siglo que corre, generó una reacción adversa por parte de la comunidad de historiadores profesionales, que señalaron la falta de rigor científico de ese tipo de productos. Una de las críticas que con mayor insistencia se hicieron oír apuntaba a que tales obras utilizaban políticamente el pasado, narrando una historia articulada “sobre una trama de víctimas y victimarios, de buenos y malos”, algo inaceptable para los historiadores. Varios colegas han utilizado ese tipo de argumentos contra los divulgadores mediáticos. El tópico se ha vuelto una especie de sentido común en el campo historiográfico: si hay “buenos y malos”, entonces se trata de mala historia. (1) La cuestión no carece de importancia para los docentes: ¿se supone que no deben expresarse valoraciones éticas respecto del pasado frente a los estudiantes?

Depende de cómo se lo entienda, este argumento puede o no ser un puro prejuicio. Evidentemente, una narración que reduce toda la explicación de los eventos a las intencionalidades de los actores, y éstas a sus atributos ético-morales, será una mala historia. La acusación de simplismo estará allí justificada. Un relato en el que haya víctimas siempre impolutas y victimarios siempre demoníacos, y en el que ambos sean presencias permanentes e inmutables, será una mala historia. La acusación de maniqueísmo o esencialismo será entonces justa. Pero ¿significa esto que no es lícito articular un relato histórico en una trama en la que se distinguen víctimas y victimarios, o que reconozca atributos morales a los protagonistas, o que visualice tendencias históricas benéficas y perjudiciales para la sociedad en miras?

DEBATES EPISTEMOLÓGICOS

Muchos historiadores suelen ponerse nerviosos cuando se introduce la dimensión de la valoración ética en la historia. Por dar un ejemplo, Adrián Ascolani, en su formidable estudio sobre los trabajadores rurales, se sintió forzado a escribir toda una justificación antes de atreverse a describir una práctica laboral como “inhumana”. En la década de 1920, era normal que un peón recibiera bolsas de 70 kg. Arrojadas desde una estiba de 4 metros durante horas. ¿Tiene derecho el historiador a calificar este trabajo de “inhumano”? ¿No está proyectando sus propios valores actuales? Ascolani finalmente decidió utilizar la palabreja (después de todo, 70 kg. Desde 4 m. destruye objetivamente el cuerpo de humanos de cualquier sociedad y época), pero no sin una evidente inquietud, como dudando todavía. (2) Los motivos para el rechazo de la valoración ética del pasado con frecuencia invocan el argumento historicista y la concepción de la historiografía como disciplina científica y, por ello, neutral desde el punto de vista valorativo. Marc Bloch, por ejemplo, fue uno de los que más enfáticamente impugnó los juicios éticos, comparándolos con el absurdo de un químico que pretendiera sostener que el oxígeno es un gas “bueno” y el cloro un gas “malvado”. Para Bloch, un historiador puesto a emitir juicios morales sobre los personajes históricos o sus acciones no hace sino transferir al pasado sus propias categorías éticas, impidiendo su comprensión cabal. (3)

Sin embargo, los debates epistemológicos de nuestra disciplina en general coinciden en que, lo quiera o no, el historiador siempre valora éticamente el pasado del que habla. Partiendo de marcos filosóficos totalmente diferentes, desde Isaiah Berlín hasta Hayden White han coincidido en este punto: el vocabulario mismo de la historiografía está saturado de los valores de nuestro discurso cotidiano. Con mayor o menor conciencia de estar haciéndolo, los historiadores escriben historias con moraleja. Ésta puede ser explícita o permanecer implícita, pero siempre está allí. Los argumentos que justifican esta afirmación son muy extensos y variados y no es el lugar aquí para reproducirlos. Me limitaré en cambio a mencionar algunos, tomando ejemplos de la producción local.

Existen campos enteros de investigación que parten de una agenda política de fuerte valoración ética. El que se ocupa de la última dictadura militar es poco más que un gran examen acerca de cómo la crueldad más extrema pudo producirse, difundirse y aplicarse y cómo fue experimentada por sus víctimas y por la sociedad. ¿Qué sentido tendría explicar el “silencio” social frente a la tortura si no se partiera del imperativo moral de denunciarla? La historia de género es otro ejemplo: su mismísimo surgimiento y la selección de sus cuestiones de investigación conllevan un juicio acerca de una situación oprobiosa (la opresión de la mujer) y una valoración positiva de todo aquello que apunta a su emancipación. En Mujeres en la sociedad argentina, por dar un ejemplo, Dora Barrancos elogia a Sarmiento por su visión moderna sobre el género femenino y no tiene problemas en declarar su admiración por las “mujeres insurrectas” de todos los tiempos, que hicieron “avanzar” la causa. Todo lo que la hizo “retroceder” es presentado de manera negativa. El progresivo aumento de las mujeres en las cátedras universitarias es bueno, pero la persistencia de un “techo de cristal” es mala. El momento de la votación en Diputados por la ley de sufragio femenino en 1932 fue “glorioso”, mientras que las posturas de quiénes se opusieron fueron “reaccionarias”. En fin, en la historia de las mujeres sin dudas hay buenos y malos, víctimas y victimarios. Avances, retrocesos, techos, reacciones: todo el vocabulario está teñido de una valoración del pasado narrado y de sus actores desde el punto de vista de un sujeto (político) actual. (4)

Fuera de esos ejemplos más evidentes también abunda la valoración. Los historiadores analizan el pasado con sus propias presunciones acerca de cuál es la tendencia necesaria o conveniente de desarrollo social y ordenan determinados eventos y acciones de acuerdo con esa imaginación: algunos serán inevitables, otros contingentes, algunos trágicos, otros lamentables pero necesarios, algunos locales o situacionales, otros generales, algunos naturales, otros reactivos, etcétera. ¿Cómo podría Juan Suriano concluir que el anarquismo era “inviable” si no lo considera una “reacción” pasajera en un momento tumultuoso del proceso de “modernización” de la Argentina? La modernización, así vista, es el camino normal, la política anarquista una equivocación pasajera. (5).¿ Cómo podría Mirta Lobato dejar planteado, a modo de advertencia, que los obreros de Berisso “fueron construyendo un lenguaje autoritario que buscó eliminar las disidencias, la confrontación y la competencia”, si no creyera que existe otro lenguaje democrático pluralista que es mejor para las sociedades? (6). Todas estas argumentaciones, naturalmente, involucran juicios éticos acerca del pasado que no emanan del pasado mismo, sino de nuestro presente.

Incluso la historia cuantitativa con frecuencia involucra valores. . Quizás podría considerarse libre de valoración una serie histórica de un mismo dato (digamos, la evolución del salario nominal). Pero tan pronto como se utilizan selecciones de datos o se construyen series compuestas, la valoración se filtra inevitablemente. Para mencionar un ejemplo local, la historiografía argentina del siglo XX en buena medida se apoya en el gran relato que establecieron Gino Germani y José Luis Romero alrededor de la noción de “modernización”. Las series demográficas que apuntan al engrosamiento de determinadas categorías ocupacionales, consideradas a priori de clase media, permitieron a esta perspectiva postular que las reformas introducidas por las élites argentinas a partir de 1860 dieron como resultado una sociedad que, hacia 1920, era “más esencialmente igualitaria” que la anterior. El tránsito de la (mala) sociedad tradicional a la (buena) moderna también se habría manifestado en otros ámbitos, como el de la cultura política y los hábitos, alimentando una narrativa del pasado en la que el “progreso” es lineal y acumulativo. Sin embargo, como señalé en mi Historia de la clase media argentina, existen varios indicadores cuantitativos que apuntan en sentido contrario: la distribución del ingreso en el mismo período empeoró de manera drástica; la clase alta se volvió mucho menos permeable al ingreso de hombres nuevos; el peso del trabajo bajo dependencia de un patrón creció a expensas de las formas de trabajo independiente; etcétera. En lo que involucra la cultura también existen datos que apuntan a un cambio, al menos, más ambivalente: en ese período se instaló un pensamiento racista y notoriamente más enemigo del diferente que el que existía en tiempos previos: la violencia contra los pueblos originarios alcanzó picos desconocidos; hubo un incremento sospechosamente alto del aniquilamiento de trabajadores a manos del Estado en el período que va del Centenario a 1924, etcétera. En fin, por la narrativa de la “modernización” que domina la historiografía argentina terminamos agradeciendo a Mitre, Sarmiento, o Roca, al conjunto de los estancieros como clase y a los emprendedores inmigrantes europeos que ellos trajeron, no sólo por el crecimiento económico y el (muy dudoso) mayor igualitarismo, sino también por la democracia, el refinamiento de los hábitos y el florecimiento de la cultura en general. La contracara de esta valoración ética del pasado, que sitúa a las élites y a los europeos como agentes del bien, es que se responsabilizó implícita o explícitamente a las clases más bajas y a los étnicamente criollos por el “atraso” y sus rémoras y recaídas de tiempos posteriores. Para superar las limitaciones de este esquema, propuse reemplazar el concepto de “modernización” –con su carga inequívocamente positiva- por el de “profundización del capitalismo”, que permite ver mejor las luces y sombras de ese período de profundo cambio social. (7) Así y todo, mi trabajo ha recibido algunas críticas por parte de quienes defienden la noción de modernización, acusándome de estar planteando una valoración del pasado en la que hay “buenos y malos”…El caso de Sarmiento es paradigmático: en mi libro menciono que era profundamente racista y despreciaba de forma notable a los pobres, algo que puede documentarse ampliamente en sus textos. No abro sobre ello juicios explícitos (porque no hace falta): apenas lo menciono. Recibí varias protestas por este punto en particular. Por algún motivo suena a valoración ética hacer esos señalamientos, pero, que yo sepa, no suelen perturbar a nadie los elogios a Sarmiento en Una nación para el desierto argentino, el clásico de Tulio Halperin Donghi, donde se los omite.

VALORACIONES ESTÉTICAS

Un comentario aparte merece un tipo de valoración que no es propiamente ética sino estética, ya que no se expresa mediante categorías morales, sino a través de la construcción de sentidos de lo bello y lo feo. Su efecto de sentido puede ser tanto o más fuerte que el del vocabulario moral. Tomemos por ejemplo La alta sociedad en la Buenos Aires de la Belle Époque, un libro reciente que es fruto de una tesis dirigida y evaluada por algunos de los historiadores más reputados del país y fue publicado en la colección “Historia y Política” de Siglo Veintiuno, canal de lo más selecto de la historiografía local. Indudablemente, un fruto de la buena historia. Su autor, Leandro Losada, se muestra allí cautivado por su objeto de estudio, cuya historia describe como la epopeya de civilización y refinamiento de las costumbres de una clase que debió construirse a sí misma sin contar con un pasado aristocrático. La prosa del libro está recorrida por una elegancia que se mimetiza con la que la alta sociedad pretendía poseer: el autor utiliza las propias palabras de la élite para referirse a ella y para describir sus costumbres. La valoración estética se hace evidente desde el propio título: el período de miras es la “belle époque”, que se inicia en 1880 y concluye hacia 1916 con el advenimiento de la “Argentina popular y de masas” (que evidentemente ya no fue tan belle). La estetización de las conductas de la clase alta mediante una cuidadosa elección de las palabras nos obsequia un párrafo como el siguiente:

“La vida sexual licenciosa de los muchachos fueron comportamientos tolerados, convencionalmente aceptados como experiencias aceptadas para traspasar el umbral que mediaba entre la juventud y la adultez. A propósito, las sirvientas y empleadas domésticas podían llegar a cumplir un interesante papel docente para que los muchachos se fueran templando en este sentido.” (8)

La cita comenta un documento de época que efectivamente refiere que “con frecuencia” los padres de familias acomodadas “confiaban a las sirvientas jóvenes la iniciación del muchacho”. La última línea es todo lo que el autor tiene para decir al respecto: el tema no vuelve a aparecer. De lo que estamos hablando en concreto es de una práctica que significaba con frecuencia ni más ni menos que la violación de las empleadas domésticas (que muchas veces eran “criadas” que ingresaban de niñas entregadas por sus madres y perdían toda contención externa, para no hablar de la carencia de todo derecho) o como mínimo la utilización de un lugar de poder para obtener favores sexuales. Claro, alguien podría objetar que “violación” o “acoso sexual” son nociones que describirían una práctica así hoy, pero que son ajenas al universo moral de aquella época. Prefiero dejar pasar esta cuestión para detenerme en cambio en las palabras que el autor eligió utilizar: “un interesante papel docente”. ¿Habrá sido “interesante” para las criadas de entonces iniciar sexualmente al hijo del patrón (y probablemente también satisfacer al patrón a menudo)?¿ Se sentirían gratificadas por ocupar un papel “docente” tan importante? Atravesar una situación tan interesante y gratificante, ¿les aliviaría la pena de ser dejadas en la calle al quedar embarazadas o de ocultar a todos durante años la identidad del padre de su hijo? Si en lugar de “interesante”, el autor hubiera escrito “asqueroso”, el efecto sería obviamente otro, sin que cambiara en nada el hecho real del que se trata. Evidentemente, la elección de las palabras está en sintonía con la voluntad de estetizar el mundo de la alta sociedad, de convertirlo en algo bello y, por ende, positivamente valorado.

Este breve recorrido impone la pregunta: si la valoración ética y estética del pasado es inevitable, no importa cuán cuidadoso pretenda ser un historiador, ¿Qué hacer con esta constatación? La cuestión viene animando un extenso debate. De hecho, desde fines de la década de 1990 la cuestión de la valoración del pasado ha adquirido un lugar central en las discusiones epistemológicas. Un creciente grupo de historiadores viene defendiendo la posición de que no hay motivo para avergonzarse por ello ni para regodearse en un cinismo posmoderno: si los juicios éticos nos son indispensables como individuos para comprender el mundo en que vivimos, si nuestra realidad está habitada, entre otras cosas, por gente buena y mala, cruzada por tendencias que consideramos dañinas o benéficas, repleta de víctimas inocentes y victimarios que nos resultan culpables, salpicada de momentos que nos resultan bellos o repulsivos, ¿por qué extraño motivo el mundo del pasado no habría de ser similar? Richard T. Vann propuso en 2004 incorporar “valoraciones fuertes”, sin complejos, como parte central de la labor historiadora. Otras voces se manifestaron en coincidencia en algunas de las revistas más reputadas del campo y George Cotkin llegó a hablar en 2008 de un verdadero “giro moral” en la disciplina. (9) Quienes –como el que escribe- se sitúan en esta posición, opinan que no hay ninguna necesidad de caer en los riesgos que apunta la objeción historicista: una cosa es valorar éticamente el pasado desde nuestro punto de vista y otra muy diferente atribuirle a personajes históricos universos morales que no tenían. La objetividad no implica siempre y necesariamente la imparcialidad: es perfectamente posible analizar en términos objetivos el conglomerado de razones que orienta el cambio social en un sentido determinado o que lleva a una persona a actuar de tal o cual modo, y asignarle al mismo tiempo un valor ético o estético para nosotros. De hecho, si ello después de todo es inevitable, será más objetiva una narración que no busque hacerlo invisible tras el manto de la ideología. Una valoración ética y estética visible y consciente, al menos, tiene la virtud de dar menos lugar a la propia ingenuidad y de ofrecerse honestamente al juicio de otros colegas.

ENSEÑANZAS PARA LA VIDA

En síntesis, a pesar de los prejuicios de muchos historiadores, no hay motivos de peso para expulsar los juicios éticos de la labor historiadora, ni mucho menos de la práctica docente. Por supuesto, la cautela en este plano es crucial. Pero para que la historia refuerce su capacidad de abrirse camino entre el público general no especializado, es imprescindible que se quite de encima los prejuicios que aquí analicé. Estudiamos y aprendemos historia para obtener enseñanzas para nuestra vida y no hay motivo para avergonzarse de ello. No es cierto que “el pasado es un país extranjero”, como afirma la famosa frase de L. P. Hartley que los historiadores gustan repetir. El pasado es un territorio que ciertamente ya no es el nuestro, pero que tampoco nos es del todo ajeno. Porque se trata de una tierra habitada por nuestros ancestros y porque ellos claman, desde las sombras de la historia, que no olvidemos sus padecimientos y que seamos capaces de ejercer esa “débil fuerza mesiánica” de la que hablaba Walter Benjamin, capaz de salvarlos de las garras de la clase dominante”. (10)No podemos entrar al pasado como a territorio extranjero porque nuestros muertos siguen corriendo el peligro de perder la vida. No se ingresa allí con las urgencias de la razón instrumental de un político, pero tampoco con las herramientas asépticas y el desapego del científico. Al pasado se ingresa con la vocación de comprenderlo y valorarlo, desde esa rara sensibilidad que aspiramos a tener los historiadores de saber escuchar a los muertos sin proyectar sobre ellos nuestras propias voces. Para ser objetivos, nuestras historias no necesitan carecer de tensión dramática; no precisan pasar frente al sufrimiento, la humillación, el odio y la opresión, ni frente al amor, los éxitos, alegrías y liberaciones como si todo les (nos) diera lo mismo. En la crisis de la historicidad que, como propone Frederic Jameson, caracteriza a la cultura posmoderna –en la que la lógica espacial desplaza a la temporalidad, y “el mundo pierde momentáneamente su profundidad” y amenaza con convertirse en “un flujo de imágenes fílmicas carentes de densidad”-, de lo que se trata es de trazar “mapas cognitivos” que nos permitan “aprehender nuestra ubicación como sujetos individuales y colectivos y recobrar la capacidad para actuar y luchar que se encuentra neutralizada en la actualidad por nuestra confusión espacial y social.” (11)

1- Marcela Ternavasio en “Las políticas de la historia”, Nuestra Cultura, año 2, N° 4, mayo de 2010, págs.. 12-15; Hilda Sábato y Mirta Lobato en “Falsos mitos y viejos héroes”, Clarín, 31/12/2005; Jorge Gelman en “La historia académica, al contraataque”, La Nación, 11/10/2007. Un interesante llamado reciente a la autocrítica en este sentido: Juan Manuel Palacio: “Nuestra historia, cautiva de una guerra de los relatos”, Clarín, 21/04/2011.

2- Adrián Ascolani (2009), El sindicalismo rural en la Argentina, Bernal, UNQ, pág. 31.

3- Marc Bloch (2001), Apología para la historia o el oficio de historiador, México, FCE, págs. 140-41.

4- Dora Barrancos (2007), Mujeres en la sociedad argentina, Buenos Aires, Sudamericana, págs. 97, 107, 162.

5- Juan Suriano (2001), Anarquistas: cultura y política libertaria en Buenos Aires, 1890-1910, Buenos Aires, Manantial, pág. 341.

6- Mirta Lobato (2004), La vida en las fábricas, Buenos Aires, Prometeo, pág. 319.

7- Ezequiel Adamovsky (2009), Historia de la clase media argentina, Buenos Aires, Planeta.

8- Leandro Losada (2008), La alta sociedad en la Buenos Aires de la Belle Époque, Buenos Aires, Siglo Veintiuno, pág. 135.

9- George Cotkin (2008), “History´s Moral Tum”, Journal of the History of ideas, vol. 69, N° 2, págs. 293-315; Richard Vann (2004), “Historians and Moral Evaluations”, History & Theory, vol. 43, N° 4, págs. 3-30.

10- Walter Benjamin (s/f), “Sobre el concepto de historia” , en La dialéctica en suspenso, Santiago, Arcis/Lom, págs. 47-68.

11- Frederic Jameson (1991), Ensayos sobre el Posmodernismo, Buenos Aires, Imago Mundi, págs. 58 y 86.

sábado, 22 de diciembre de 2012

La necesidad de un nuevo revisionismo histórico

Por Marcelo Gullo, Doctor en Ciencias Políticas. Asesor en materia de Relaciones Internacionales de la FLATEG y Profesor de Historia Argentina en la Universidad Nacional de Lanús.

LA VULNERABILIDAD IDEOLÓGICA

La hipótesis sobre la que reposan las Relaciones Internacionales, como sostiene Raymond Aron, está dada por el hecho de que las unidades políticas se esfuerzan en imponer, unas a otras, su voluntad (1). La Política Internacional comporta siempre una pugna de voluntades: voluntad para imponer o voluntad para no dejarse imponer la voluntad del otro.

Para imponer su voluntad, los Estados más poderosos tienden, en primera instancia, a tratar de imponer su dominación cultural. El ejercicio de la dominación, de no encontrar una adecuada resistencia por parte del Estado receptor, provoca la subordinación ideológico-cultural que da como resultado que el Estado subordinado sufra de una especie de síndrome de inmunodeficiencia ideológica, debido al cual, el Estado receptor pierde hasta la voluntad de defensa. Podemos afirmar, siguiendo el pensamiento de Hans Morgenthau, que el objetivo ideal o teleológico de la dominación cultural –en términos de Morgenthau, “imperialismo cultural” (2)- consiste en la conquista de las mentalidades de todos los ciudadanos que hacen la política del Estado en particular y la cultura de los ciudadanos en general. Sin embargo, para algunos pensadores como Juan José Hernández Arregui, la política de subordinación cultural tiene como finalidad última no sólo la “conquista de las mentalidades” sino la destrucción misma del “ser nacional” del Estado sujeto a la política de subordinación. Y aunque generalmente, como reconoce Hernández Arregui, el Estado emisor de la dominación cultural (el “Estado metrópoli”, en términos de Arregui) no logra el aniquilamiento del ser nacional del Estado receptor, el emisor sí logra crear en el receptor “un conjunto orgánico de formas de pensar y de sentir, un mundo-visión extremado y finamente fabricado, que se transforma en actitud “normal” de conceptualización de la realidad que se expresa como una consideración pesimista de la realidad, como un sentimiento generalizado de menorvalía, de falta de seguridad ante lo propio, y en la convicción de que la subordinación del país y su desjerarquización cultural, es una predestinación histórica, con su equivalente, la ambigua sensación de la ineptitud congénita del pueblo en que se ha nacido y del que sólo la ayuda extranjera puede redimirlo.” (3)

Preciso es destacar que, aunque el ejercicio de la subordinación cultural por parte del Estado emisor no logre la subordinación ideológica total del Estado receptor, puede dañar profundamente la estructura de poder de este último si engendra, mediante el convencimiento ideológico de una parte importante de la población, una vulnerabilidad ideológica que resulta ser –en tiempos de paz- la más peligrosa y grave de las vulnerabilidades posibles para el poder nacional porque, al condicionar el proceso de la formación de la visión del mundo de una parte importante de la ciudadanía y de la élite dirigente, condiciona, por lo tanto, la orientación estratégica de la política económica, de la política externa y, lo que es más grave aún, corroe la autoestima de la población, debilitando la moral y el carácter nacionales, ingredientes indispensables –como enseñara Morgenthau- del poder nacional necesario para llevar adelante una política tendiente a alcanzar los objetivos del interés nacional.

Sobre la importancia que la subordinación cultural ha tenido y tiene para el logro de la imposición de la voluntad de las grandes potencias refiere Zbigniew Brzezinski: “El Imperio Británico de ultramar fue adquirido inicialmente mediante una combinación de exploraciones, comercio y conquista. Pero, de una manera más similar a la de sus predecesores romanos o chinos, o a la de sus rivales franceses y españoles, su capacidad de permanencia derivó en gran medida de la percepción de la superioridad cultural británica. Esa superioridad no era sólo una cuestión de arrogancia subjetiva por parte de la clase gobernante imperial sino una perspectiva compartida por muchos de los súbditos no británicos. (…) La superioridad cultural, afirmada con éxito y aceptada con calma, tuvo como efecto la disminución de la necesidad de depender de grandes fuerzas militares para mantener el poder del centro imperial. Antes de 1914 sólo unos pocos miles de militares y funcionarios británicos controlaban alrededor de siete millones de kilómetros cuadrados y a casi cuatrocientos millones de personas no británicas.” (4)

La subordinación ideológico-cultural produce en los Estados subordinados una “superestructura cultural” que forma un verdadero “techo de cristal” que impide la creación y la expresión del pensamiento antihegemónico y el desarrollo profesional de los intelectuales que expresan ese pensamiento. El uso que aquí damos a la expresión “techo de cristal” apunta a graficar la limitación invisible para el progreso de los intelectuales antihegemónicos, tanto en las instituciones culturales como en los medios masivos de comunicación. (5)

EL SURGIMIENTO DEL PENSAMIENTO NACIONAL

En alguno de los Estados que han sido sometidos por las potencias hegemónicas a una política de subordinación cultural surge, como reacción, un pensamiento antihegemónico que lleva adelante una “insubordinación ideológica” que es, siempre, la primera etapa de todo proceso emancipatorio exitoso. Cuando ese pensamiento logra plasmarse en una política de Estado se inicia un proceso de “insubordinación fundante” que, de ser exitoso, logra romper las cadenas que atan al Estado, tanto cultural, económica, como políticamente, con la potencia hegemónica.

En la Argentina, al pensamiento antihegemónico sus propios protagonistas lo designaron como “Pensamiento Nacional” por contraposición al pensamiento producido por la subordinación cultural; pensamiento, este último, al que denominaron, implícitamente, como “pensamiento colonial”. Ese pensamiento colonial, para los hombres del Pensamiento Nacional daba origen a partidos políticos, de izquierda o de derecha, que no cuestionaban la estructura material ni la superestructura cultural de la dependencia.

Por ello, podía haber, en los términos expresados por esos mismos hombres del Pensamiento Nacional, tanto una derecha como una izquierda “cipayas”.

LA GENERACIÓN DEL ´900 Y LA PRIMERA INSUBORDINACIÓN IDEOLÓGICA

En América Latina, la primera insubordinación ideológica fue protagonizada por los hombres de la denominada Generación del ´900, cuyas figuras más representativas fueron el uruguayo José Enrique Rodó (1871-1917), el mexicano José Vasconcelos (1882-1959) y el argentino Manuel Ugarte (1875-1951). Estos llegaron a la conclusión de que el proceso de rebelión colonial hispanoamericano, iniciado en 1810, había sido, en realidad, un “gran fracaso” porque, a diferencia del proceso de rebelión colonial protagonizado por las Trece Colonias norteamericanas, no había concluido en la “Unidad”, es decir en la conformación de un solo Estado, sino y por el contrario –a diferencia del deseo y los esfuerzos de sus principales héroes: Artigas, San Martín, Belgrano, O´Higgins, Bolívar y Sucre- en la fragmentación de la Nación Hispanoamericana.

Esta primera insubordinación ideológica se materializó políticamente en el Aprismo fundado por el joven peruano Víctor Raúl Haya de la Torre (1895-1979) quien conformara el primer partido político hispanoamericano cuya finalidad era la construcción de un Estado Latinoamericano que abarcara desde el Río Grande a la Tierra del Fuego, abrazando en un ideario concreto el pensamiento de aquellos hombres de la Generación del ´900.

LA CORRIENTE REVISIONISTA Y LA SEGUNDA INSUBORDINACIÓN IDEOLÓGICA

La segunda insubordinación ideológica, más localizada geográficamente, pero quizás más intensa desde el punto de vista conceptual, se originó en el Río de la Plata, siendo protagonizada por aquellos hombres a los que podemos denominar como “La Corriente Revisionista”. Y al hablar de esta corriente es imprescindible mencionar a sus más destacados integrantes como lo fueron los argentinos Arturo Jauretche (1901-1974), Raúl Scalabrini Ortíz (1899-1959), José María Rosa (1906-1991), José Luis Torres (1901-1965), Arturo Sampay (1911-1977), Rodolfo Puiggrós (1906-1980), Juan José Hernández Arregui (1913-1974), Jorge Abelardo Ramos (1921-1994), Fermín Chávez (1924-2006), los uruguayos Washington Reyes Abadie (1919-2002), Vivian Trías (1922-1980) y el más joven de todos ellos, Alberto Methol Ferré (1929-2009). Fuera del Río de la Plata pueden también considerarse incriptos en esta corriente el boliviano Andrés Soliz Rada y el chileno Pedro Godoy, ambos vivos.

La “idea fuerza” fundamental que descubre la “Corriente Revisionista”, que se transformará en la piedara angular de todo su pensamiento, consiste en develar que “la guerra de independencia de España”, fue un fracaso no sólo –como sostenían los hombres de la Generación del ´900- porque no se logró conformar políticamente la Gran Nación Hispanoamericana sino, también, porque las distintas repúblicas que surgieron, producto de la fragmentación de los distintos virreinatos, pasaron de la dependencia informal de España a la dependencia informal de Gran Bretaña. Esa dependencia informal de Gran Bretaña hizo que todas las Repúblicas hispanoamericanas se incorporaran a la economía internacional como simples productores de materias primas y que, a diferencia de los Estados Unidos y Canadá, subordinadas ideológicamente, no aplicaran una política económica proteccionista que les hubiese permitido convertirse, también, en Estados mediana o fuertemente industrializados, cosa que a su vez hubiera facilitado la unidad que propugnaban los hombres del ´900. (8)

La Corriente Revisionista descubre también que el instrumento principal, a través del cual Inglaterra había logrado la subordinación ideológico-cultural de la América española y de la Argentina en particular, había consistido en la “falsificación de la historia”.

Es por ello que escribía Raúl Scalabrini Ortíz: “Si no tenemos presente la compulsión constante y astuta con que la diplomacia inglesa lleva a estos pueblos a los destinos prefijados en sus planes y los mantiene en ellos, las historias americanas y sus fenómenos sociales son narraciones absurdas en que los acontecimientos más graves explotan sin antecedentes y concluyen sin consecuencias. En ellas actúan arcángeles o demonios, pero no hombres…la historia oficial argentina es una obra de imaginación en que los hechos han sido consciente y deliberadamente deformado, falseados y concadenados, de acuerdo a un plan preconcebido que tiende a disimular la obra de intriga cumplida por la diplomacia inglesa, promotora subterránea de los principales acontecimientos ocurridos en este continente.” (9)

Esta simple pero contundente cita de Scalabrini Ortíz podría resumir, de modo tan claro como lapidario, el meollo del descubrimiento de esa serie de excelsas plumas al servicio de la Nación: poner en claro que no sólo fuimos disgregados, sino que lo fuimos para mayor gloria, señorío y riqueza de la Inglaterra, nuevo amo que se instaló a expoliar nuestros recursos, mellar nuestras ansias de libertad nacionales y justicia para nuestra gente.

Y claro, como la verdad de que seguíamos siendo una colonia, aunque dependiente de otro amo, la Gran Bretaña, no era una película “apta para todo público”; hubo que “inventar” una historia nueva, una historia que ocultara, deformara y ajustara los hechos a los designios del nuevo amo. Esta labor que con maestría de sofista veterano llevó adelante Bartolomé Mitre después de la batalla de Caseros fue difundida por la escuela pública y los programas oficiales: “La historia que nos enseñaron desde pequeños, la historia que nos inculcaron como una verdad que ya no se analiza, presupone que el territorio argentino flotaba beatíficamente en el seno de una materia angélica. No nos rodeaban ni avideces, ni codicias extrañas. Todo lo malo que sucedía entre nosotros, entre nosotros mismos se engendraba…las luchas diplomáticas y arterias estuvieron ausentes de nuestras contiendas…para eludir la responsabilidad de los verdaderos instigadores, la historia argentina adopta ese aire de ficción en que los protagonistas se mueven sin relación con las duras realidades de esta vida. Las revoluciones se explican como simples explosiones pasionales y ocurren sin que nadie provea fondos, vituallas, municiones, armas, equipajes. El dinero no está presente en ellas, porque rastreando las huellas del dinero se puede llegar a descubrir a los principales movilizadores revolucionarios…esa historia es la mayor inhibición que pesa sobre nosotros. La reconstrucción de la historia argentina es, por eso, urgencia ineludible e impostergable.” (10)

A sabiendas de la existencia de una verdad distinta de la “oficial”, como bien apunta Scalabrini Ortiz en el párrafo que antecede, aquellos hombres sienten como una labor impostergable “descubrir” la historia verdadera, la historia que nos relegaba a sirvientes y nos ataba al destino de la potencia que, soterradamente, nos dominaba. No podían aquellos hombres de política y pluma dejar de encarar la tarea de establecer, sobre bases sólidas, los principios ocultos, aquellas premisas que nos llevaran a conclusiones verdaderas, alejadas de la falacia mitrista y cercana al conocimiento de nuestra realidad y de nuestros problemas reales, para que munidos de verdades, encaráramos la solución de los verdaderos problemas. Era para ello necesario revisar (y refutar, documento en mano) el montaje mitrista, ajeno a la verdad. A esa labor se consagraron, principalmente, entre otros, José María Rosa, Jorge Abelardo Ramos y Fermín Chávez.

Según Arturo Jauretche, la falsificación de la historia argentina ha perseguido como finalidad: “Impedir, a través de la desfiguración del pasado, que los argentinos poseamos la técnica, la actitud para concebir y realizar una política nacional…se ha querido que ignoremos como se construye una nación y cómo se dificulta su formación auténtica, para que ignoremos cómo se conduce, cómo se construye una política de fines nacionales, una política nacional…no es pues un problema de historiografía, sino de política: lo que se nos ha presentado como historia es una política de la historia en que ésta, es sólo un instrumento de planes más vastos destinados precisamente a impedir que la historia, la historia verdadera, contribuya a la formación de una conciencia histórica nacional que es la base necesaria de toda política de la nación…la política de la historia falsificada es, y fue, la política de la antinación, de la negación del ser y las posibilidades propias, es inconstrastable, en cambio, que la verdad histórica es el antecedente de cualquier política que se defina como nacional, y todas tendrán que coincidir en la necesaria destrucción de la falsificación que ha impedido que nuestra política existiera como cosa propia, como creación propia, para un destino propio.” (11)

LA NECESIDAD DE UN NUEVO REVISIONISMO HISTÓRICO PARA LA CONCRECIÓN DE NUESTRA SEGUNDA INDEPENDENCIA

Mientras que la primera insubordinación ideológica de los hombres de la Generación del ´900 se materializó políticamente en el Aprismo, la segunda, protagonizada por los hombres de la Corriente Revisionista, se materializó en el Peronismo que inició, en 1945, un proceso de insubordinación fundante que fue abortado diez años después al producirse, inducido por Inglaterra y Estados Unidos, el golpe de Estado que derrocó al gobierno constitucional de Juan Domingo Perón (1895-1974). Caído el Peronismo, fue víctima, como lo había sido a su hora el Rosismo (12), de la falsificación de la historia, y se presentó al gobierno peronista como un gobierno “populista”, a Perón como un general fascista y a su gran amor y compañera María Eva Duarte (1919-1952), como una “revolucionaria”, opuesta al general burgués que era incapaz de llevar adelante la revolución, creando, de esa forma al “Evitismo” como forma “superior” del antiperonismo. Fue entonces que los hombres de la Corriente Revisionista emprendieron la tarea de reivindicar al peronismo, como ya lo habían hecho con el rosismo, pero su tarea quedó inconclusa porque, a la mayoría de estos hombres de pluma y política los sorprendió antes la muerte. Concluir esa tarea es la misión ineludible del Nuevo Revisionismo Histórico.

1- Al respecto ver Aron, Raymond, Paix et guerre entre les nations (avec une presentation inédite de l´auteur). París. Ed. Calmann-Lévy, 1984.

2- Morgenthau, Hans, Política entre las naciones. La lucha por el poder y la paz. Buenos Aires, Grupo Editor Latinoamericano, 1986, pág 86.

3- Hernández Arregui, Juan José, Nacionalismo y liberación, Buenos Aires, Ed. Peña Lillo, 2004, pág 140.

4- Brzezinski, Zbigniew, El gran tablero mundial. La supremacía estadounidense y sus imperativos geoestratégicos. Barcelona, Ed. Paidós, 1998, pág 29.

5- Siguiendo las reflexiones de Gustavo Battistoni, podemos decir que los intelectuales antihegemónicos son disidentes del sistema que, al no aceptar las ideas hegemónicas, sufren, como castigo, el olvido, por la presión de la superestructura cultural que en los países subordinados está al servicio de las estructuras del poder mundial. Battistoni, Gustavo, Disidentes y olvidados. Rosario. Ed. Germinal, 2008.

6- Sobre el concepto de Insubordinación fundante ver Gullo, Marcelo, La Insubordinación fundante. Breve historia de la construcción del poder de las naciones. Buenos Aires, Ed. Biblos, 2008.

7- Fue con la Generación del ´900 que, luego de cien años de soledades, se recupera, por lo menos intelectualmente, la unidad histórica de América Latina. La generación del ´900 fue la primera –luego de finalizada la guerra de la independencia- que concibió la idea de que todas las Repúblicas hispánicas no conformaban, en realidad, sino una sola Patria dividida artificialmente.

8- A diferencia de Argentina que a partir de la batalla de Caseros enarboló la bandera del librecambio, Estados Unidos fue, hasta después de la Segunda Guerra Mundial, el bastión más poderoso de las políticas proteccionistas y su hogar intelectual. Al respecto ver Chang Ha-Joon. Retirar la escalera. La estrategia del desarrollo en perspectiva histórica. Madrid, Ed. Instituto Complutense de Estudios Internacionales, 2004, y Sevares, Julio, Por qué crecieron los países que crecieron, Buenos Aires, Ed. Ethasa, 2010.

9- Saclabrini Ortiz, Raúl, Política británica en el Río de la Plata, Buenos Aires, Ed. Sol 90, 2001, págs. 46 y 47.

10- Ibid. Págs. 47 y 49.

11- Jauretche, Arturo. Política Nacional y Revisionismo histórico, Buenos Aires, Ed. Corregidor, 2006, págs. 14 y 16.

12- “La Revolución Libertadora de 1955 quiso hacer con el peronismo la misma política de la historia que se había hecho con los federales, reforzada por las cátedras de Educación Democrática y por las medidas destinadas a enterrar el pasado, prohibiendo símbolos, cánticos, bombos y retratos…Por ejemplo, para perjudicar a Perón, intentaron identificarlo con Rosas y resultó que Rosas salió ganando porque recién entonces el pueblo empezó a entenderlo”. Jauretche. Arturo, “Los vencedores de Caseros no hicieron una historia de la política sino una política de la historia”. Crisis, diciembre de 1973.

Artículo extraído de la revista La Tiza, revista de SADOP, Año 22, N° 53, abril 2012.
Julio Capanna

viernes, 30 de marzo de 2012

Piñeiro Iñíguez / PERÓN: La construcción de un ideario

EL PERONISMO COMO ENCRUCIJADA FINAL DEL NACIONALISMO ARGENTINO

   Una correlación elemental podría establecerse en estos términos: Perón es impensable sin la Revolución de Junio de 1943, de la que dos años después emerge como líder. Sin embargo, el contexto ideológico nacionalista del proceso que llevó a dicha instancia, ha sido poco discutido: “antes de examinar la significación del gobierno militar resulta esclarecedor hacer un balance histórico del nacionalismo que lo inspiró” dirá Jorge Abelardo Ramos como quien se refiere a algo obvio. Pero rastrear los orígenes nacionalistas de las ideas de Perón encierra varias complejidades, pues, si se quiere rotular al pensamiento peronista, seguramente la mejor fórmula sea la del nacionalismo popular.

   Ciertamente –y tal vez en especial en Argentina-, el término ”nacionalismo” ha sido empleado en demasía, denotando movimientos políticos y actores sociales que muchas veces habrían sido mejor contenidos bajo la etiqueta de “derecha”. También, por algún motivo sólo en apariencia esotérico, cualquier asonada o golpe militar producido en el país –propiamente a partir de 1930- se ha autocalificado o ha sido calificado por la ligera prensa como nacionalista, no importa cuán liberal fuese su programa. Finalmente, enunciemos que este uso abusivo del término ha ido acompañado por una ideologización mundial –fruto de los resultados de la Segunda Guerra- según la cual todo nacionalismo, de cualquier latitud y circunstancia, resultaba ser encarnación del nacionalismo totalitario de diversos países europeos (los más demonizados, Alemania e Italia).

   No se ha concedido, pues, el derecho a la diferencia a procesos sociopolíticos como, entre otros, los de los nacionalismos populares latinoamericanos: la elemental distinción entre procesos radicalmente diversos fue ocluida, y un nacionalismo defensivo, propio de naciones jóvenes, en construcción, ha sido superficialmente equiparado al nacionalismo agresivo, expansivo, de antiguas naciones que, en cuanto tales, habían alcanzado un estado indiscutible de madurez. Con más razón, se ha insistido, sí, en que en este tema no hay muchas dudas acerca de qué es primero, si el huevo o la gallina, es decir, si el nacionalismo o la nación. Contra lo que indicaría el sentido común, quienes mejor han estudiado el tema –Gellner, Hobsbawn, por ejemplo- coinciden en destacar que el nacionalismo es anterior: son grupos humanos que idean, imaginan la nación, y no la presencia de esta nación la que genera en determinados sectores el afán de defenderla, fortalecerla, hacerla grande o hacerla feliz, según sean los presupuestos ontológicos que los guían. Esta última actitud configuraría el patriotismo, algo que en cuanto sentimiento es cercano al nacionalismo, pero carece de su racionalidad constructiva, de su vocación programática.

   Observemos adicionalmente que las naciones europeas –modelos universalizados- se configuraron como Estado-nación hacia finales del siglo 18, cuando ya llevaban siglos –desde le comienzo de los tiempos, podría exagerarse- siendo naciones en el sentido de ser pueblos diferenciados, si bien no políticamente, sí desde el punto de vista de ciertas variables culturales (a veces el idioma, a veces la religión). Por ese entonces, nuestros países americanos eran colonias ibéricas y apenas si consideraban soñar con su independencia. Consignemos que, aun cuando se soñaran autónomos, nuestros nacionalistas de entonces nunca pensaron en que, a la vuelta de alguna década –ya en el siglo 19-, las colonias americanas de España y Portugal se habrían escindido en veinte republiquetas inviables, cuya condición de existencia fue la de establecer vínculos semicoloniales con Gran Bretaña. La cuestión nacional quedó inconclusa, pendiente para el siglo 20, y no es seguro tampoco que en esa centuria ya pasada se haya resuelto. Pero es a ese proceso al que aquí nos referiremos, partiendo de una convicción: los que llevaron más lejos esa programática de la nación fueron los nacionalistas populares y, muy destacadamente entre ellos, el peronismo.

   El análisis no debe centrarse en los hechos institucionales sino en los procesos sociales vivos, que a veces desmienten la conformación y entidad de naciones concebidas con la mayor pompa. Esto puede resultar más claro si se estudia el caso argentino, donde a partir de 1870/1880 se observa el fuerte proceso de modernización y organización institucional de un Estado central que cubre todo el territorio. Incluso se complementa su escaso contingente poblacional con la llegada de millones de inmigrantes europeos. Sin embargo, el país sigue sin ser propiamente una nación, y esto fue percibido en forma oscura –con mayor o menor conciencia-, pero siempre dramáticamente, por los nacionalistas argentinos, desde aquellos francotiradores como Manuel Ugarte, a quienes puede asignárseles un papel precursor –y que emergieron con sus libros candentes hacia 1910, cuando se celebraba el Centenario de la Patria, que no el de la Nación- hasta las últimas camadas importantes de intelectuales nacionalistas, actores públicos ya a partir de 1940. Incluso cuando la mayoría de ellos, entregados a la revisión de la historia, creen estar exaltando cierto pasado –la época de Rosas, prototípicamente- como si se tratara, precisamente, de una encar-nación olvidada, lo que hacen es elaborar una versión nostálgica, decadente, de algo que no fue: añoran lo que nunca ocurrió.

   Para el espectador que asiste a sus aventuras intelectuales, la nación con la que sueñan (así sea retrospectivamente) los nacionalistas argentinos no podría ser otra que aquella que consiste en la recuperación de un máximo de decisión nacional para el Estado, bajo la forma del control sobre los servicios financieros y el comercio exterior, la estatización de los servicios públicos y la creación de empresas estatales en sectores extractivos e industriales considerados estratégicos. Es decir: la nación peronista. Sin embargo, salvo contadas excepciones, los nacionalistas tradicionales rechazan su viejo sueño cuando viene envuelto en aires plebeyos que les resultan intolerables; la justicia social, que ellos mismos han predicado en abstracto, pone las bases para una sociedad de iguales que olvida la importancia de las jerarquías, del orden preexistente. Los nacionalistas se evidencian como lo que son: hijos de conservadores y, puestos a elegir sin terceras alternativas, conservadores ellos mismos. Es notable cómo su discurso, ante relaciones económicas que se transforman –al estilo nacionalista popular, vale decir, sin el fervor expropiatorio de los marxistas- se retrotraen hacia el liberalismo que solían condenar.

   Esta índole de procederes no es una originalidad argentina: siempre ha habido mucho “padre” que se asusta ante la realidad del “hijo” y opta por no reconocerlo, o reconocer sólo los rasgos que, de acuerdo a la convención, le parecen aceptables. Esto se redobla en un proceso como el argentino de los años alrededor de 1950, porque el peronismo no sólo está fundando o refundando la nación argentina sino que está dándole ingreso al país en una forma de modernidad democrática distinta: es una sociedad diferente, en la que las aristocracias soñadas por los nacionalistas no pueden concurrir a la cita porque las masas les cierran el camino.

Piñeiro Iñiguez, Carlos
Perón - La construcción de un ideario
Siglo XXI Editora Iberoamericana (2010)

miércoles, 28 de marzo de 2012

LOS PIBES NO LEEN

“Nadie puede renunciar a su derecho de crear, imaginar y proyectar su propia vida: la frustración, el desarraigo, la pérdida de objetivos y el olvido de los sueños que padecen muchos jóvenes en nuestras sociedades no tienen otro origen que la ruptura de los vínculos con nuestras realidades: sociedades oprimidas, empobrecidas, construidas sobre la desigualdad, la exclusión y la desmemoria, aunque dotadas de la voluntad y la esperanza de remontar su condición de sometimiento” (Ernesto Martinchuk/Periodista. Docente Escuela de Periodismo Círculo de Prensa)

¿Qué aprendemos en un mundo donde el conocimiento enciclopédico –libresco en la jerga popular- desaparece frente al impacto del soporte audiovisual de una tecnología que, sin las herramientas adecuadas de control de contenidos de calidad, masifica conceptos que irradian desde los centros del poder económico, encargados de difundir un relato acorde con los intereses financieros del complejo tecnológico/industrial a escala global?

En el llano se evidencia la dificultad que expresan las nuevas generaciones para aprehender conceptos derivados de la lectura. El universo de conocimiento acumulado en este formato -que influyó durante siglos en la cultura humana- cae hoy en desuso ante el despliegue de los nuevos soportes tecnológicos. La era virtual/digital, en su inmediatez, juega en contra de la obligada temporalidad inherente al aprendizaje derivado del libro. A la condicionada lectura del texto educativo en el transcurrir del alumno por el ámbito escolar, se encadena la exigua relación del mismo –a posteriori-  con el universo cognoscitivo que encierra la lectura.

¿Es casual este fenómeno? Aunque múltiples y variadas, las consideraciones al respecto no pueden separarse de una etapa actual del sistema capitalista, marcada por el neoliberalismo, la transnacionalización económica y la incidencia de los soportes mediáticos globales en la “producción de contenidos”.

Los siguientes son fragmentos extraídos del libro “La Batalla de la Comunicación” de Luis Lazzaro, Editorial Colihue, editado en 2011. El texto forma parte de la bibliografía de la Biblioteca Popular Sarmiento de esta ciudad.

“La globalización puede ser vista como un conjunto de estrategias para realizar la hegemonía de macroempresas industriales, corporaciones financieras y del cine, la televisión, la música y la informática, para apropiarse de los recursos naturales y culturales, del trabajo, el ocio y el dinero de los países pobres, subordinándolos a la explotación concentrada con que esos actores reordenaron el mundo en la segunda mitad del siglo 20”

“Los poderes exteriores han dejado de ser exteriores, son tan interiores como los locales. Condicionan o determinan las decisiones del Estado y su campo no se limita a las finanzas o el comercio. Abarcan crecientemente las cuestiones políticas, de seguridad y organización interior, de los sistemas de seguridad sociales, educativos y de salud.”

“La hiperinflación informativa, el exceso de la oferta audiovisual, además de desinformar al público favorece su banalización y estimula la estrategia empresarial del grito sensacionalista para hacerse oír en este frondoso mercado. El exceso de información conduce a la degradación entrópica de las ideas, es decir, a la desinformación cualitativa, pues las ideas se simplifican y se convierten en eslogans, píldoras y clichés. Pero además de conducir a la desinformación de la audiencia, la sobreoferta puede desembocar en lo que alguien denominó “gran variedad de lo mismo”. Es decir, en una falsa diversidad.”

“El dispositivo audiovisual, en este tiempo, pasó a ocupar el lugar del espacio público central por donde transcurre la vida social y política de las naciones. Se convirtió en el ámbito de procesamiento del sentido de la historia. Las agendas y tareas de la época. Las guerras que se han de libra o se libraron. Los guiones de esas batallas. Las narraciones, con sus embustes, atajos y simplificaciones. El mostrador donde se expende la mercadería es a la vez la factoría editorial. El dispositivo mundializa sus terminales pero mantiene sus centros de producción. Para la periferia, la desterritorialización cultural y social supone poner en debate la existencia de la propia Nación como primera afirmación de la mundialidad.”

“Desde el punto de vista cualitativo, la tecnología y los formatos han resignificado la producción periodística y cultural. Los flujos de circulación de contenidos a través del cine, la TV e Internet han cambiado la percepción de la identidad local, nacional y regional. Los medios han pasado a convertirse en subsidiarios de grandes factorías que en muchos casos no se dedican ni siquiera al negocio de las comunicaciones sino a la especulación financiera o bursátil. No pocas veces los propietarios finales de poderosos multimedios que impactan diariamente con sus mensajes en la vida cotidiana de las personas son anónimos accionistas de ignotas empresas radicadas en paraísos fiscales o fondos comunes de inversión con el único propósito de buscar –antes que la verdad, la rentabilidad.”

“El mercado audiovisual ha intentado hacer creer a las audiencias que ellas tienen el poder de selección sobre la oferta impuesta. Sin embargo, el principio de la diversidad cultural no surge de la capacidad de elegir lo que el mercado ya instaló y colonizó en términos de consumo, sino de las políticas anteriores que establezcan posibilidades de producción diversa y de audiencia crítica. Y estas son decisiones políticas.”

“Durante el proceso de globalización –o de expansión transnacional de las multinacionales de las finanzas, las telecomunicaciones y el audiovisual- se pudieron advertir con claridad las diferencias entre la promoción y el proteccionismo de los países centrales –EE.UU, Europa y Japón- frente a la subordinación de los países latinoamericanos”.

“La lógica cuantitativa de la globalización tiene además un efecto de homogeneización ideológica en la que los ciudadanos se convierten en clientes –muchas veces cautivos- de un mismo sentido y una misma estética. Convertida en ideología, la globalización aparece como la unificación de los mercados y la reducción de la política y la cultura a la lógica mercantil.”

Para finalizar cierro con otra frase de Martinchuk: “Hoy no basta saber y demostrar cómo los medios masivos del capitalismo encubren y mienten sobre el mundo en que vivimos, sino que es necesario abordar la relación que establecen con lo emocional y lo cultural, provocando odio y sumisión. Sudamérica debe pensar en esto, porque tiene que ver con la educación y con la comunicación como instrumento de la integración.”

Julio Capanna para Armstrong/región

sábado, 24 de marzo de 2012

Carlos Piñeiro Iñíguez / PERÓN - La Construcción de un Ideario

PERÓN COMO PARTE DEL FENÓMENO DE LOS “INTELECTUALES MILITARES”

   Más que como oficial de Estado Mayor u oficial de inteligencia, acaso corresponda caracterizar a Perón ya desde sus primeros años como oficial dentro del segmento de los “intelectuales militares”, categoría tan poco reconocida y de tan escaso lugar en las historias del pensamiento argentino que parece necesario introducirla entre comillas con el fin de evitar escandalizados rechazos entre ciertas cofradías de corto alcance reflexivo. Perón es parte natural de esta categoría de intelectuales militares gracias a su obra escrita antes de llegar al poder; bastaría para integrarlo a esa nómina la sola mención a sus "Apuntes de Historia Militar", pero es bueno recordar que en la década de 1930 fueron más de diez sus aportes escritos a la historia y teoría bélica. Más importante aún tal vez sea destacar que su obra proviene del mismo magma que la de sus colegas de categoría, y que así se haga mención expresa a ello o no en el texto siguiente, es un hecho que Perón había leído a los autores que aquí se presentan.

   El coronel MANUEL OLASCOAGA (1835-1911) se dedicó a los estudios topográficos y de índole geopolítica, estudios sobre el interior profundo –“este Olascoaga no sabe hablar sino del Neuquén, del Chaco y de la Puna”, lo criticaban los sabihondos porteños”-, los ferrocarriles y su dimensión estratégica, la población fronteriza –“no vale hoy una línea de batalla que vale una línea de pueblos”-, los canales y caminos, los recursos naturales. Fundó la ciudad de Chos Malal, que fue la primera capital del Territorio Nacional de Neuquén, y también la capital actual, Neuquén. Diseñó y construyó los canales de riego que abastecieron esa ciudad. Escribió una crónica de “campaña al desierto”, publicada junto a un estudio topográfico de la provincia de La Pampa y la de Río Negro, premiada en la exposición de Venecia de 1881.

   El marino LAURO LAGOS (1875-1946), quien sería primer presidente del Instituto de Investigaciones Históricas Juan Manuel de Rosas, no sólo tomó partido por Yrigoyen sino que –algo muy excepcional dentro de las filas militares- también lo hizo por los obreros en huelga en 1919: “no es lo mismo hablar de estas cosas con el estómago lleno que con el estómago vacío”, explicaba a sus camaradas al reclamar “la dignificación racional del trabajador y del hombre del pueblo”. Se opuso férreamente a la creación de una marina mercante panamericana, en la convicción de que sería dominada por los Estados Unidos: “quien nos ha venido a ofrecer hoy su ayuda en nombre de la solidaridad panamericana, no es otro que ese despótico oro americano, el mismo de los trusts, de los sindicatos y de los monstruosos monopolios, que está habituado a imponer imperativamente su ley hasta a la misma soberanía política de sus connacionales”.

   Daniel Campione sostiene que los “militares técnicos” encuentran sus raíces en el papel de “empresariado estatal” en que se habían desempeñado algunos oficiales de las FF.AA desde la década de 1920. Habrían venido a sustituir a una burguesía nacional inexistente, motivados por la necesidad de concretar potencialmente la idea de “la Nación en armas”, algo imposible sin petróleo, sin siderurgia y sin transportes.

   Es bien conocido el papel del general ENRIQUE MOSCONI (1877-1940) como promotor de la aviación y de la creación de YPF, así como de una política de autonomía nacional petrolera. Menos se sabe de sus intentos de crear una "Alianza Continental" energética. En 1928, rechazando la supuesta necesidad de aliarse alternativamente a la Royal Dutch o a la Standard Oil, sostenía que en su percepción era “más inteligente renunciar a ambas, y concentrando nuestra voluntad y nuestra capacidad en este problema especial, de características únicas, resolverlo por nuestras propias fuerzas, haciendo con ello un gran bien que las generaciones futuras agradecerán”. En un artículo de 1927 titulado “El petróleo y la economía latinoamericana”, sostiene; “los países de Latinoamérica que, como el nuestro, explotan petróleo y no poseen yacimientos carboníferos…comercialmente explotables, deben preservar las fuentes de combustible líquido de toda influencia que no sea eminentemente nacionalista; el combustible constituye la plataforma sobre la que se levantará su futura organización industrial”. En otra oportunidad sería más tajante: “donde se instala la Standard Oil norteamericana se convierte no ya en un Estado dentro del Estado sino en un Estado sobre el Estado”.
   Mosconi se había formado largamente en Europa, era de familia de ingenieros y él mismo se graduó como ingeniero civil en la Universidad de La Plata. Yrigoyenista, fue uno de los pocos leales al gobierno en 1930 –cuando se dio “el golpe de Estado con olor a petróleo”-, lo que le valió ser perseguido y marginado de la conducción de YPF, incluso es detenido el 6 de diciembre de 1930 bajo la acusación de comunista y de querer llevar adelante un contragolpe. Luego tomaría contacto con los jóvenes radicales del grupo FORJA, aquellos que harían de histórico nexo entre yrigoyenismo y peronismo. En Colombia, en 1928, había sostenido que “así como la emancipación política del continente se selló con las dos corrientes libertadoras de Bolívar y San Martín, realicemos nuestra independencia económica por la conjunción de nuestros ideales y de nuestros estandartes y hagamos posible a Latinoamérica el cumplimiento de la misión que tiene asignada en la historia de la humanidad”. Palabra más, palabra menos, Perón repetiría los mismos conceptos veinte años después, cuando en Tucumán decretó la Independencia Económica Nacional.

   Al general MANUEL SAVIO (1892-1948) se lo relaciona vagamente con nuestras primeras acerías, pero se suelen desconocer sus artículos en la Revista Militar donde demuestra la importancia de contar con una siderurgia y metalurgia propias, a las que asignaba la condición de nuevas formas de soberanía nacional. En 1933 dirá que “el desprecio de la técnica, como elemento que procura la capacidad y eficiencia material, puede ser nefasto en un cuadro de oficiales que, al menoscabarla, comente el gran error de dejar de lado una parte importante de las fuerzas que pueden aportar al país, renunciando de antemano a utilizarlas”.
   En una conferencia dictada en la UIA en 1942, Savio dirá que “está en la conciencia nacional que la actual conflagración ha destacado nuevamente la necesidad de armonizar mejor el aprovechamiento de todas nuestras fuentes de riqueza y de equilibrar más la economía general con un desarrollo efectivo de las actividades industriales, con una utilización cada vez más intensa de materias primas del país…¿quién puede sostener que en lugar de elaborar el zinc que necesitamos tomando el mineral argentino, conviene más extraer el mineral, hacerlo recorrer grandes trayectos, refinarlo, como se ha hecho en Amberes, y volverlo a traer al país luego de pasar por varios intermediarios?”. En otra oportunidad decía: “hagamos la propia experiencia. Ensayamos algunos años y esperemos los resultados de nuestra industria siderúrgica, de la nuestra de verdad, no la de otros países, de distintas épocas y diferentes condiciones. Aguardemos a producir la mayor cantidad y a elaborar con más experiencia para obtener costos menores y para poder deducir conclusiones fehacientes”.
   En 1941 Savio fue designado primer director de Fabricaciones Militares, y en 1942 es el impulsor de nuestra primera acería, la de los altos hornos de Zapla. Su actitud industrialista tenía antecedentes y se insertaba en toda una tradición; directamente influyó sobre él quien fuera por un tiempo su jefe, el ingeniero civil y militar general Baldrich.
   Lo que es digno de considerar –y admirar- es el hecho de que, pese a que en una foto de 1944 se ve a Perón y a Savio departiendo sonrientes, este último era conocido por su poca simpatía por el GOU primero y por Perón después, siendo incluso firmante de un reclamo de elecciones que, en su momento, fue leído como dirigido contra Perón. Además, en una de sus pocas definiciones políticas, en los días de octubre de 1945 se alineó con el general Ávalos (y contra Perón, naturalmente). Sin embargo, una vez en el poder, Perón autorizó su ascenso a general de división, y apoyó enfáticamente su Plan Siderúrgico pese a las opiniones en contrario de sus propios ministros, incluso de las del “mago de las finanzas” Miguel Miranda.

   ALONSO BALDRICH (1870-1956), también yrigoyenista, participó con Mosconi de la Alianza Continental para la defensa del petróleo. Pronunció en 1934 una conferencia sobre “El Problema del petróleo y la guerra del Chaco”, donde denunciaba la injerencia –en uno y otro bando- de las grandes compañías petroleras mundiales. En 1927 había sostenido que “ni con divagadores metafísicos, ni con loadores del capital imperialista, ni con los indiferentes que silencian iniquidades y transgresiones en vez de combatirlas, ni con aquellos de patriotismo meramente literario, a retribución y prebendas de un oro sin patria, no realizan sus problemas sociales, políticos y económicos los pueblos. Poco vale un discurso empenechado y didáctico en un ministro del ramo si no es seguido de la fundación de diez escuelas, en las que se continúe enseñando a no renegar del suelo en que se nace, ni a tratar de perturbarlo a su pueblo con exóticos transplantes, ya que por eternas admoniciones de Mariano Moreno “ningún argentino ni ebrio ni dormido debe tener inspiraciones contrarias a la libertad de su patria” y porque es preferible una libertad peligrosa a una servidumbre tranquila. Una oración académica y pomposa se traduce en burbujas cuando el funcionario de gobierno que la pronuncia no la ratifica con un ferrocarril, camino o canal por donde la civilización lleve su acción vivificante, o con un dique para que no se perezca de sed en Santiago o La Rioja”.

   El brigadier JUAN IGNACIO SAN MARTÍN (1904-1966) es otro de los grandes nombres asociados con el desarrollo de la aeronáutica argentina; en su caso, también puede considerárselo como precursor de la industria motociclística y automotriz. En 1944 es nombrado director de la Fábrica Militar de Aviones. Comienza entonces el desarrollo de aviones con componentes nacionales –hélices, instrumentos, equipos, el motor llamado “El Gaucho”- que sirvieron para el entrenamiento de los aviadores militares argentinos en aviones que son puestos en servicio durante 1945. Con el apoyo de técnicos alemanes se desarrolla el avión de combate “Calquín”, el motor “El Indio”, planeadores, y los excelentes aviones de combate Pulqui y Pulqui II.
   Incorporada la producción aeronáutica a las metas del Plan Quinquenal, pronto comenzaron a sentirse los frutos de esa inversión: ya en 1946 vuela el “Calquín”, un avión de ataque y bombardero liviano. Nuevos institutos se suman a la usina de creatividad: la Escuela de Ingeniería Aeronáutica, la Escuela de Aprendices, el Instituto Aeronáutico –que diseña “El Chingolo” y “El Colibrí”- y la Fábrica de Paracaídas. Se logra producir el reactor “Pulqui II” EN 1950. Ese mismo año se firma un contrato para la producción de 150 aviones “El Boyero” destinados a la práctica en aeroclubes. En 1952 se desarrolla el avión pentaturbina “Cóndor II”. En el año siguiente, 1953, se concluye la construcción del túnel de viento supersónico.
   Un elemento notable es la complementación productiva que propicia San Martín con pequeñas fábricas y talleres privados para la fabricación de piezas, e incluso lleva adelante la capacitación de esos técnicos del sector privado con el aporte del Instituto Aeronáutico; el desarrollo industrial, el perfil industrial de Córdoba deben mucho a estas iniciativas. Comienzan a surgir instalaciones que se van haciendo cada vez más sofisticadas, incluyendo túneles de viento, subsónicos y supersónicos, lo que por entonces constituía equipamiento de vanguardia mundial. La propia dinámica del proceso lleva a la constitución de IAME –Industrias Aeronáuticas y Mecánicas del Estado- de la que en 1951 sale la Fábrica de Motores y Automotores y de ella el primer auto argentino, el Institec. Ya la red productiva se extendía también a Rosario y Buenos Aires. Y todo esto se logra a pesar del “lobby” –presente dentro del mismo peronismo- de las grandes industrias internacionales, que preferían vender “llave en mano”, exportando su propia mano de obra, tecnología y materiales. Así surgieron los tractores Pampa y las motos Puma, aquellas en las que se paseaba orgulloso Perón y que fueran un bien accesible para cientos de miles de trabajadores argentinos.
   Un método implementado por San Martín fue el de la creación de empresas mixtas; con ese criterio, IAME puso el capital y los obreros para la construcción de la planta de Fiat Concord en Córdoba, y con un modelo similar se logró la implantación en la misma provincia de Industrias Kaiser. San Martín rechazaba el “país granja” y proponía alternativamente audaces planes para avanzar en la industrialización nacional. En 1933 proclamaba que “el Estado debe ser el que impulse y encamine hacia la nueva actividad, de cuya realización obtendremos la independencia económica, de no menor importancia que la política”.

    El general RAMÓN MOLINA, hacía la defensa de un nacionalismo de base popular. Su enfrentamiento con el general Justo –quien seguía controlando el poder incluso después de terminado su mandato presidencial- lo llevó al retiro y a la subsiguiente afiliación a la UCR. En 1937 sostendría que “el Ejército es institución del pueblo, para servir los intereses del pueblo, para respetar y hacer respetar sus derechos”, lo que complementaba con este otro concepto: “el soldado de nuestro Ejército jamás debe considerarse fuera de su condición de ciudadano, formando “clases” o “castas”, que no admite nuestra constitución”. Aún cuando hoy estas expresiones puedan sonar obvias o banales, debe tenerse en cuenta que en la década de 1930 abundaba el mesianismo militar –exaltado por nacionalistas como Lugones y su “hora de la espada”- y para la estructura mental de Perón, socialmente democrática, las palabras del prestigioso jefe deben haber confirmado intuiciones que luego le resultarían vitales para su ascenso hacia el poder.

   Perón tiene relación personal con la mayoría de esos colegas que aquí se ha presentado o, al menos, conoce con toda seguridad sus escritos. Incluso él también incursiona en esta escritura politizada con su trabajo “Algunos apuntes en borrador sobre: Lo que vi de la preparación y realización de la revolución de 1930”, que son incorporados por el general JOSÉ MARÍA SAROBE en su libro Memorias sobre la revolución de 1930. La relación discipular de Perón con Sarobe es clave para comprender muchas partes del ideario peronista.
   Sarobe era incuestionablemente un intelectual, al punto de ser aceptado como tal por sus pares civiles, incluidos los de corte liberal-socialista. En 1940, en un artículo para la Revista Militar, sostenía: “nuestra subordinación económica al Viejo Mundo ha sido tan grande en el último medio siglo, que se puede decir que la economía nacional ha vivido de espaldas a las infinitas posibilidades de la República…la Patria no es una factoría…en materia social no conviene confundir los efectos con las causas. Para resolver el problema requiere por parte del Estado el desarrollo de una política encaminada a explotar la riqueza nacional, proteger el trabajo y eliminar la desocupación, fomentar la pequeña industria, defender el hogar y la familia, difundir la instrucción, estimular la cooperación social y crear la legislación protectora de las clases necesitadas de la sociedad”. Podría decirse que aquí se encuentra la síntesis del ideario peronista: defensa nacional, especialmente de la economía autónoma de país, ligada a las diversas formas de justicia social que limaran las enormes diferencias entre ricos y pobres. Sarobe tenía una clara conciencia de los problemas de la nación federal enfrentada a “la cabeza de Goliat”, como denominó Martínez Estrada a la Capital argentina; en 1940 diría que “casi todo el mecanismo prodigioso de la actividad argentina se concentra en un quinto del área global de su territorio. Buenos Aires, la gran metrópoli, actúa como el centro de gravedad, el nudo geográfico, el núcleo vital de la nación entera. Casi la cuarta parte de la población argentina vive en la ciudad y en sus alrededores. Su puerto canaliza el 75% del comercio de importación de la República. Es también el primer centro industrial y la sede de las instituciones comerciales y bancarias más importantes…por la influencia concurrente de esos innumerables factores políticos, económicos y sociales, hay un contraste profundo entre el esplendor de Buenos Aires, su crecimiento pujante y su progreso ininterrumpido, y el estancamiento y el quietismo de la vida rural, la penuria demográfica, el pauperismo de las poblaciones aldeanas dispersas en la inmensidad de las llanuras que son, sin embargo, las fuentes potenciales del progreso y de la vitalidad argentina”. El auge de las economías regionales durante el peronismo fue la mejor respuesta a este problema que trascendía a los social y cultural.
    Si se ha de considerar a Sarobe como mentor de Perón, deben hacerse algunas advertencias. La primera es que Sarobe no lo acompañó en la aventura del GOU y –aunque falleció en 1946, cuando el peronismo recién se iniciaba- evidentemente el movimiento no contaba con sus simpatías. Podría pensarse que su papel hubiese sido, en otro orden de actividades, similar al del también distante general Savio.

   El capitán de fragata JOSÉ A. OCA BALDA reveló in situ las reservas de recursos energéticos del país. Diría que “cuando falla la copia viene la caricatura, y nosotros no hacemos más que interpretar de una manera grotesca todo cuanto vemos hacer a los demás”. Era su costumbre anclar en la historia patria sus percepciones sobre el presente: “la revolución de 1930, en un plano de organización y cultura diferente, observada como simple lucha de corrientes psicológicas, presenta los mismos hechos y situaciones del motín de 1828, que terminó con el fusilamiento de Dorrego. De un lado estaba una minoría que se creía dueña de los destinos de la nación porque poseía un barniz de cultura superficial, fundada en subjetividades, lugares comunes, abstracciones y desplantes oratorios. Divorciada esa minoría con la opinión pública cuyo instinto no se engaña nunca cuando repudia, buscaba la usurpación del poder por medio de la fuerza armada. De la otra parte, el pueblo anhelaba elegir libremente los gobiernos y representaciones parlamentarias para cumplir los principios de la Revolución de Mayo”. Tanto o más podría haber dicho Oca Balda de los “libertadores” de 1955 y sus epígonos de 1966 y 1976.
   La cuestión cultural era vital para Oca Balda: “la cultura en general ha servido para encumbrar ineptos que sólo tenían un barniz superficial de conocimiento. Muchos de estos hombres cultos que saben mostrar con la palabra una autoridad superior a su saber son más duros para comprender las cuestiones medulares que el más humilde de los lustrabotas. La intuición y el juicio son como la belleza física, distribuidos en igual proporción en el pueblo y en las clases sociales. Y es con esos factores que se resuelven siempre los problemas de fondo. El pueblo, por otra parte, tiene su instinto, y no elige gobernantes peores que los surgidos del autobombo de las clases intelectuales y adineradas”.
   En un artículo sobre “Proteccionismo y librecambio”, Oca Balda contrapone originalmente las figuras de Carlos Pellegrini, vilipendiado como vende patria, y Juan B. Justo, el supuesto santo-mártir de los trabajadores; “Pellegrini no perdió el tiempo en disertaciones ideológicas, limitándose únicamente a resolver el problema práctico de nuestro país, tratando sólo con profunda erudición aquello que con más fuerza podía oponerse como un obstáculo a sus concepciones orgánicas. El peor enemigo del proteccionismo en la Argentina era, sin duda, el libre cambio inglés, y por ello Pellegrini se preocupó de presentarlo en todos sus aspectos. No debió haber pasado inadvertido a su gran criterio el peligro de las comparaciones simplistas con que acostumbramos a imitar lo que hacen las naciones más adelantadas…Pellegrini, luchando contra un ambiente adverso, en diez año montó la máquina administrativa más perfecta que podía concebirse fundada en una política económica moderadamente proteccionista. Juan B. Justo y el socialismo en veinte años de campaña librecambista, con la ventaja de tener a su favor la mayoría interesada del país, sólo se ocuparon de destruirla con demagogia irresponsable…tenía gran elocuencia oratoria, manejaba la ironía, poseía cultura histórica, erudición y estilo para hablar de cualquier cosa ostentando autoridad. Pero como estadista y hombre de ciencias, era un ciego de nacimiento para todo lo que fuera constructivo y orgánico.”
   La cuestión era clave. Más allá de sus aspectos teóricos, a Perón este tipo de disputas conceptuales lo atraía por sus consecuencias prácticas, y los escritos de Oca Balda venían a confirmar los postulados de Alejandro Bunge, y más allá de nuestras fronteras, las posiciones proteccionistas de Hamilton y List. Ya llegaría –o no- el día en que países como Argentina se transformarían también, y con razón, en apóstoles del libre cambio, pero mientras nuestra industria estuviera rezagada y sin posibilidades de competir con la de los países centrales, el discurso de Juan B. Justo atentaba contra la salud económica nacional, nos condenaba a la situación colonial. Durante la década de 1930 se habían implementado diversas medidas proteccionistas y de intervención económica, pero se lo había hecho como con vergüenza y a regañadientes. Perón otorgaría voluntad afirmativa a esas formas de políticas nacionalistas, pues su programa esencialmente consistía en la construcción de la nación, ampliada socialmente con la inclusión de las clases subordinadas.

EL EJÉRCITO Y PERÓN: REFLEXIÓN FINAL

   Parece importante introducir para este cierre una reflexión genérica acerca de la relación de los militares con la sociedad, tal como  la que intenta Fermín Chávez: “en la Argentina, como en la mayoría de las naciones que emergen del imperio español en crisis, las Fuerzas Armadas han jugado un papel protagónico a lo largo de toda nuestra historia; y lo han hecho experimentando los mismos cambios, transiciones y contradicciones que nuestra comunidad nacional vivió desde los días de la emancipación. En altísima medida, las posiciones de sus representantes y líderes no han hecho más que reflejar lo que sucedía en los campos no estrictamente castrenses; en la cultura y la política, sobre todo”.
    El horror de la última dictadura militar, con sus decenas de miles de muertos y desaparecidos, tendió a fortalecer el divorcio entre los militares y la sociedad civil. Sin embargo, pasado un tiempo prudencial, las nuevas interpretaciones sostienen con sabia insistencia la caracterización de ese proceso como “dictadura cívico-militar”, evitando la trampa doble de exceptuar a importantes sectores de la sociedad civil por esos crímenes –que a ellos beneficiaron en primer término-, así como el enjuiciamiento generalizado del sector militar.
   Los representantes más lúcidos de las nuevas generaciones, pueden, desde tal enfoque, impedir que el pasado –interpretado con instrumentos ideológicos equívocos- se constituya en lastre para el presente y la construcción del futuro. Lo que la última dictadura militar vino a implementar fue la versión salvaje del capitalismo internacional; el llamado neoliberalismo. Pero dejó la tarea a medias y ésta fue consumada por gobiernos civiles, que medidos en términos de cumplimiento de objetivos se manifestaron para ello más eficaces, aun dentro de las instituciones de la democracia formal, que los militares dictatoriales con toda su autocracia.
  Debe reconocerse que hubo siempre en el seno de nuestra Fuerzas Armadas quienes quisieron escapar a lo colonial y antipopular, y asumieron los intereses de la Nación y su pueblo. Más aún: podría postularse que hubo una etapa en la historia política argentina en la que hubo tantos –o más- cuadro nacionales en el Ejército como en el campo civil. Es cuando el radicalismo yrigoyenista trata de dar la primera respuesta válida al Proyecto del ´80. Esto coincide con la reflexión de Jauretche formulada en Ejército y Política. La Patria Grande y la patria chica, cuandodice que “la política de Yrigoyen tiene un asiento principal en la política nacional del Ejército”. Vale la pena recordar que fue precisamente en ese período cuando Perón se formó como oficial.
   Este posicionamiento nacional de los intelectuales militares se repite hacia el final de la Década Infame, ya con Perón como protagonista y con toda la silente decisión de empujar e incluso suplantar con el Ejército a la burguesía nacional que rehuía sus deberes.

Perón, la construcción de un ideario
Siglo XXI Editora Iberoamericana (2010)

  

sábado, 18 de febrero de 2012

Scalabrini Ortíz - Política británica en el Río de la Plata/1940

“Aunque somos las víctimas, no podemos dejar de admirar la clarividencia con que los ingleses vieron la realidad, y el ingenio con que crearon un sistema de explotación que la humanidad tardaría más de un siglo en comprender y tratar de desarticular. Endeudar un país en favor de otro, hasta las cercanías de su capacidad productiva, es encadenarlo a la rueda sin fin del interés compuesto.”
 
“La servidumbre indirecta que el acreedor impone al deudor, es una forma de compulsión para dirigir la corriente de compras y ventas de los países deudores. Es también, un cimiento sólido para intervenir en el manejo de la política interior de cada país.”

“El reconocimiento de la independencia de estas insurrectas y revueltas repúblicas fue indudablemente una obra casi personal de Canning; y mucho agradecimiento deberíamos tributarle si su plan hubiera terminado allí. Pero ese no era más que el primer paso. Era nada más que su política visible. Mucho agradecimiento le deberíamos, si paralelamente no hubiera desenvuelto otra política invisible que se tejería en las antesalas y en los salones y que tendía a suplantar el agónico dominio español por el extenuador, aunque sutilísimo, dominio capitalista inglés. Esta duplicidad de la gestión de Canning constituiría una incurable tara de nacimiento de la que, salvo años fugaces y voluntariosos, no se librarían las repúblicas sudamericanas.”

“Esta parte del plan de Canning presentaba dificultades no menos graves. Estos países estaban casi despoblados, y bajo formas de materia prima, sus medios de pago eran ilimitados. Las Provincias del Río de la Plata, por ejemplo, habían cumplido su propia liberación con donaciones amigas sin recurrir al préstamo exterior: con sus rentas de aduana y con las contribuciones y empréstitos forzosos interiores de todos los habitantes nacionales y extranjeros. Por otra parte, las poblaciones locales tenían escasas necesidades y eran capaces de abastecerse a sí mismas en lo más urgente. Endeudarlas al exterior no era empresa desdeñable. Pero tampoco Canning era hombre que se dejara intimidar por las circunstancias adversas. Los préstamos se iban a imponer con los fundamentos más extravagantes.”

“El reconocimiento de la independencia del Brasil y de las aspiraciones del emperador Pedro obtuvieron el asentimiento de Inglaterra sólo cuando el nuevo estado americano accedió a responsabilizarse de la deuda de 1.400.000 libras esterlinas contraída con anterioridad en Londres por el caduco gobierno portugués, y se comprometió a pagar como indemnización a Portugal 600.000 libras más que Inglaterra a su vez prometió proveer en un empréstito. El nuevo estado nacía así con una tara de 2 millones de libras cuyo servicio debería mantener en perpetuo déficit sus presupuestos.”

“En 1824 se libra la batalla de Ayacucho, que ultimó los restos del imperio colonial español en América. Ese mismo año los representantes de Buenos Aires contraen en Londres el empréstito Baring por un millón de libras esterlinas.”

“La denuncia de los compromisos contraídos es daño fundamental que amaga constantemente el acreedor. Pero una cesación de pagos, bajo cualquier máscara que se disfrace, expone a un cobro compulsivo y aún a una intervención armada y es, por lo tanto, responsabilidad que sólo puede ser asumida por una potencia equipada para resistir la agresión. Impedir la formación de naciones poderosas fue la primera línea de conducta inglesa. Los antiguos virreinatos, que debieron ser la base espontánea de los nuevos estados, fueron inteligentemente seccionados. Se conformaron naciones mineras y naciones agropecuarias, pero no unidades orgánicas que pudieran enfrentar a corto plazo al poseedor de la llave capitalista. En esta política disgregadora, Inglaterra aparecía fiel a sus principios de auto determinación de los pueblos. Simuladamente generosa, apoyó a los débiles contra los fuertes y fomentó así las escisiones y desmembramientos que dieron por resultado extraer del dominio de una sola potencia los puntos económicos y militarmente estratégicos del continente. Esa política inglesa costó a la República Argentina la separación de tres hermanos: Uruguay, Paraguay y Bolivia. En sus años iniciales, América del Sur corrió peligro de parcelarse hasta lo inacabable en pequeñas repúblicas rivales. En este punto, la tendencia fraccionadora de Inglaterra tuvo un adversario decidido en la unidad topográfica y en la magnitud de las cuencas.”

“La denuncia de los compromisos contraídos es actitud en que sólo podrían incurrir los dirigentes de una nación que adoptaran una ética distinta de la que requiere la hegemonía capitalista para subsistir. Mientras los gobernantes creen que los compromisos anteriores son sagrados; por onerosas que sean las condiciones establecidas; mientras los gobernantes crean que el cumplimiento de los pagos es de grado tan irrevocable que a ellos debe sacrificarse hasta la salud nacional; mientras apliquen a los altos intereses nacionales un criterio estricto de pequeño comerciante, no hay temor de que los compromisos sean denunciados. Para ello es indispensable que los gobernantes tengan su asiento permanente en el radio de influencia en que actúan los traficantes ingleses. Por eso dentro de cada nación, Inglaterra fue centralista. En la Argentina, Gran Bretaña apoyó enérgicamente al puerto de Buenos Aires. Le dio armas, le abrió créditos. A pesar de ser tanto o más rica en conjunto que la provincia de Buenos Aires, la Confederación cayó ahogada por la sofocación comercial y financiera con que Inglaterra la estrechó. Cuanto esfuerzo se irguió a favor del interior fue ahogado sin misericordia y estigmatizado con el sello de barbarie. Buenos Aires asumió la representación excluyente de la cultura, no porque fuera más culta en realidad, sino porque la cultura significó, ante todo, comulgar enteramente con la moral y las miras de los comerciantes ingleses portuarios. El brindis que en celebración del natalicio de Jorge IV pronunció Rivadavia en 1823 es la fórmula juramental que, callada o francamente, adoptaron todos los aspirantes al poder legítimamente constituido. Rivadavia brindó por el gobierno más hábil, el inglés: por la nación más moral e ilustrada, Inglaterra: y porque el interés comercial y agrícola de la Gran Bretaña se extienda y consolide en América del Sur.”

“La centralización de la cultura, consecuencia directa de la centralización del mando, le costó a la Argentina la extinción de antiguos y genuinos centros de ilustración, el apagamiento de una verdadera inquietud intelectual; la adopción ingenua o torpe de todas las doctrinas convenientes a los explotadores extranjeros; la extenuación mental y política del cuerpo nacional, el alejamiento de la inteligencia local del examen sin prejuicios de los problemas locales, y la fundación de una oligarquía político financiera al servicio directo o indirecto de las conveniencias inglesas. Con la protección inglesa se constituyó en el puerto de Buenos Aires una aristocracia de administradores, que manejó al país sin contralor y sin más norma que la decisión de los embajadores y de los comerciantes ingleses. El pequeño comerciante portuario se hizo agiotista y especulador. La plutocracia se hizo oligarquía”

“La disgregación internacional del continente y la centralización unificada del poder nacional, son las conductas políticas inmediatas que exigía la política del préstamo para asegurar su existencia. Pero para ser instrumento de dominación, para ser la piedra fundamental de la construcción capitalista, el préstamo requería el desarrollo de una política económica que convergiera a su finalidad. Un simple préstamo, por cuantioso que sea, no basta para encadenar eternamente, si el préstamo es un hecho aislado e invariable. La capacidad económica de una nación cambia y sus medios de pago se multiplican con el trabajo de sus habitantes. El servicio anual del primer empréstito argentino era de $ f 350.000, suma agobiadora y suficiente para desequilibrar el enjuto presupuesto local de esos años, cuyas rentas netas superaba penosamente el millón de pesos fuertes; pero era presumible que podría ser cubierta con holgura, cuando el libre cambio surtiera los efectos benéficos que todos vaticinaban y al que esta república se había adherido tan decididamente que le sacrificó sin remordimientos todas sus industrias manufactureras del interior.”

“Para que el préstamo rinda al acreedor no solo el interés, sino una influencia práctica como arma o como instrumento, es indispensable que la cuantía del préstamo corra paralelamente a las rentas fiscales. Con pretextos no menos curiosos que los de los primeros empréstitos exteriores, la diplomacia invisible de Inglaterra mantuvo siempre una correlación constante entre la capacidad fiscal y las obligaciones anuales. Cuando las rentas del gobierno central suben a 18 millones en 1872, el servicio de la deuda es de 6 millones. Cuando las rentas alcanzan los 38 millones en 1889, el servicio de la deuda es de 12 millones. Cuando remontan hasta los setecientos millones de pesos papel, los giros al exterior por servicios de empréstitos suman casi 200 millones.

"Hay adelantos de dinero que son indispensables y que ahorran tiempo y trabajo en proporción mayor que la obligación que se contrae. Un agricultor, por ejemplo, saca ventajas de un crédito para adquirir semilla. ¿Los empréstitos sucesivos fueron en realidad la indispensable semilla de la riqueza argentina? No. Los empréstitos argentinos contraídos en el extranjero tuvieron directa o indirectamente un fin orgiástico y fueron en su mayoría ficciones."

"Desde 1824 a 1856 no se contraen empréstitos externos. Rosas financió sus presupuestos con emisiones sin garantía aurífera. La emisión de billetes inconvertibles en oro es un arma de doble filo que puede perjudicar seriamente a un país, en cuanto incita a los gobiernos a malgastar fondos que se adquieren sin más trabajo que hacer funcionar las prensas para imprimir billetes. Pero manejada con seriedad puede ser un instrumento que movilice el trabajo nacional sin hipotecarlo hacia los poseedores del oro. Emilio Hansen asegura que la preponderancia de Buenos Aires sobre las provincias es una consecuencia de la agilidad que en la explotación de sus riquezas obtuvo Buenos Aires mediante el emisionismo, y de la testarudez con que las provincias se sometieron al oro como medio exclusivo de realizar intercambios. Lo cierto es que Rosas impidió el estancamiento de las actividades del país durante los largos bloqueos y que el país vivió, progresó y hasta peleó, que es la actividad más cara de los pueblos, sin necesidad de recurrir al préstamo exterior."

"En 1857 la política del endeudamiento se reinicia briosamente con los más variados motivos. A veces el pretexto es pagar intereses atrasados, a veces exteriorizar una indemnización que se regaló a los residentes extranjeros perjudicados por las guerras y revoluciones, otras construir un ferrocarril que se cederá, luego a los ingleses sin amortizar el empréstito que le dio origen. A veces el pretexto es construir obras de salubridad que no se construyen con esos fondos sino con otros, o garantizar emisiones de los bancos nacionales, o convertir empréstitos internos en externos de título menor; o pagar intereses de los empréstitos anteriores o rescindir las garantías estaduales dadas a los ferrocarriles particulares ingleses o cancelar deudas bancarias, o liquidar fondos particulares bloqueados. Hubo años en que los empréstitos se contrajeron antes de saber con exactitud en qué gastarlos, porque ni la administración pública, entonces menos dispendiosa, podía insumirlos."
"Directa o indirectamente los empréstitos exteriores sucesivos se utilizaron en realidad en saldar los déficits fiscales, porque directa o indirectamente el hedonismo y el ocio de la oligarquía corrieron por cuenta del Estado."
"Con excepción de algunos años, todos los gobiernos gastaron más de lo que percibían. Esos déficits acumulados se pagan con empréstitos o con los recursos logrados en la venta a los ingleses de las pocas obras útiles hechas con parte de los empréstitos anteriores. Este disparatado ritmo fiscal es explicable únicamente como sugestión de los que hicieron del préstamo un instrumento primordial de dominación, porque ninguno de estos gastos fiscales fue imprescindible y porque la simple imitación de las naciones europeas organizadas hubiera procurado una disciplina fiscal distinta. La misma administración inglesa era un modelo notable y asequible para aquellos gobernantes. Pero la política de penetración capitalista inglesa obligaba a que estos países hicieran justamente lo contrario.”

“El camino ha sido y es la obra pública de mayor urgencia, aquella cuya realización hubiera podido justificar un endeudamiento. En la Memoria del Ministerio del Interior del año 1853, el ministro Rawson expresaba estos conceptos básicos: “Puede decirse sin exageración que en la Argentina no hay caminos, si no se da ese nombre a las huellas profundas y sinuosas formadas, no por el arte, sino por el ir y venir de las gentes a través de la llanura, por en medio de los bosques o por las cumbres de las colinas y montañas. En esa inmensa extensión de territorio se encuentran catorce o dieciséis ciudades separadas unas de otras por centenares de leguas, sin que jamás la mano del hombre se haya empleado en preparar las vías que deben servir a la comunicación entre esas poblaciones. Y si la civilización, la riqueza y la fraternidad de los pueblos está en razón directa de la facilidad y rapidez con que se comunican, mucho debe ser el atraso, la pobreza y la mutua indiferencia de las provincias argentinas separadas entre sí por largas distancias y por obstáculos materiales que apenas se han logrado superar”

"El promedio de lo invertido en la construcción de caminos en los sesenta años que median entre 1858 y 1823, es apenas de cuatro décimos del uno por ciento de los gastos totales. Es decir que por cada cien pesos, se dedicaron a caminos sólo cuarenta centavos. En 1923, como en 1858, los caminos argentinos eran huellas profundas y sinuosas, no trazadas por el arte, salvo cuando convergen a la estación de un ferrocarril inglés.”

Párrafos extraídos del capítulo “Líneas generales de la conducta diplomática británica”
La política visible y la política invisible