"Hacer un país es hacer hombres para que, a su vez, los hombres hagan el país" (Arturo Jauretche)

viernes, 4 de enero de 2013

La historia y la valoración ética del pasado

(Ezequiel Adamovsky)

La aparición de obras de divulgación histórica de gran éxito comercial y mediático, desde comienzos del siglo que corre, generó una reacción adversa por parte de la comunidad de historiadores profesionales, que señalaron la falta de rigor científico de ese tipo de productos. Una de las críticas que con mayor insistencia se hicieron oír apuntaba a que tales obras utilizaban políticamente el pasado, narrando una historia articulada “sobre una trama de víctimas y victimarios, de buenos y malos”, algo inaceptable para los historiadores. Varios colegas han utilizado ese tipo de argumentos contra los divulgadores mediáticos. El tópico se ha vuelto una especie de sentido común en el campo historiográfico: si hay “buenos y malos”, entonces se trata de mala historia. (1) La cuestión no carece de importancia para los docentes: ¿se supone que no deben expresarse valoraciones éticas respecto del pasado frente a los estudiantes?

Depende de cómo se lo entienda, este argumento puede o no ser un puro prejuicio. Evidentemente, una narración que reduce toda la explicación de los eventos a las intencionalidades de los actores, y éstas a sus atributos ético-morales, será una mala historia. La acusación de simplismo estará allí justificada. Un relato en el que haya víctimas siempre impolutas y victimarios siempre demoníacos, y en el que ambos sean presencias permanentes e inmutables, será una mala historia. La acusación de maniqueísmo o esencialismo será entonces justa. Pero ¿significa esto que no es lícito articular un relato histórico en una trama en la que se distinguen víctimas y victimarios, o que reconozca atributos morales a los protagonistas, o que visualice tendencias históricas benéficas y perjudiciales para la sociedad en miras?

DEBATES EPISTEMOLÓGICOS

Muchos historiadores suelen ponerse nerviosos cuando se introduce la dimensión de la valoración ética en la historia. Por dar un ejemplo, Adrián Ascolani, en su formidable estudio sobre los trabajadores rurales, se sintió forzado a escribir toda una justificación antes de atreverse a describir una práctica laboral como “inhumana”. En la década de 1920, era normal que un peón recibiera bolsas de 70 kg. Arrojadas desde una estiba de 4 metros durante horas. ¿Tiene derecho el historiador a calificar este trabajo de “inhumano”? ¿No está proyectando sus propios valores actuales? Ascolani finalmente decidió utilizar la palabreja (después de todo, 70 kg. Desde 4 m. destruye objetivamente el cuerpo de humanos de cualquier sociedad y época), pero no sin una evidente inquietud, como dudando todavía. (2) Los motivos para el rechazo de la valoración ética del pasado con frecuencia invocan el argumento historicista y la concepción de la historiografía como disciplina científica y, por ello, neutral desde el punto de vista valorativo. Marc Bloch, por ejemplo, fue uno de los que más enfáticamente impugnó los juicios éticos, comparándolos con el absurdo de un químico que pretendiera sostener que el oxígeno es un gas “bueno” y el cloro un gas “malvado”. Para Bloch, un historiador puesto a emitir juicios morales sobre los personajes históricos o sus acciones no hace sino transferir al pasado sus propias categorías éticas, impidiendo su comprensión cabal. (3)

Sin embargo, los debates epistemológicos de nuestra disciplina en general coinciden en que, lo quiera o no, el historiador siempre valora éticamente el pasado del que habla. Partiendo de marcos filosóficos totalmente diferentes, desde Isaiah Berlín hasta Hayden White han coincidido en este punto: el vocabulario mismo de la historiografía está saturado de los valores de nuestro discurso cotidiano. Con mayor o menor conciencia de estar haciéndolo, los historiadores escriben historias con moraleja. Ésta puede ser explícita o permanecer implícita, pero siempre está allí. Los argumentos que justifican esta afirmación son muy extensos y variados y no es el lugar aquí para reproducirlos. Me limitaré en cambio a mencionar algunos, tomando ejemplos de la producción local.

Existen campos enteros de investigación que parten de una agenda política de fuerte valoración ética. El que se ocupa de la última dictadura militar es poco más que un gran examen acerca de cómo la crueldad más extrema pudo producirse, difundirse y aplicarse y cómo fue experimentada por sus víctimas y por la sociedad. ¿Qué sentido tendría explicar el “silencio” social frente a la tortura si no se partiera del imperativo moral de denunciarla? La historia de género es otro ejemplo: su mismísimo surgimiento y la selección de sus cuestiones de investigación conllevan un juicio acerca de una situación oprobiosa (la opresión de la mujer) y una valoración positiva de todo aquello que apunta a su emancipación. En Mujeres en la sociedad argentina, por dar un ejemplo, Dora Barrancos elogia a Sarmiento por su visión moderna sobre el género femenino y no tiene problemas en declarar su admiración por las “mujeres insurrectas” de todos los tiempos, que hicieron “avanzar” la causa. Todo lo que la hizo “retroceder” es presentado de manera negativa. El progresivo aumento de las mujeres en las cátedras universitarias es bueno, pero la persistencia de un “techo de cristal” es mala. El momento de la votación en Diputados por la ley de sufragio femenino en 1932 fue “glorioso”, mientras que las posturas de quiénes se opusieron fueron “reaccionarias”. En fin, en la historia de las mujeres sin dudas hay buenos y malos, víctimas y victimarios. Avances, retrocesos, techos, reacciones: todo el vocabulario está teñido de una valoración del pasado narrado y de sus actores desde el punto de vista de un sujeto (político) actual. (4)

Fuera de esos ejemplos más evidentes también abunda la valoración. Los historiadores analizan el pasado con sus propias presunciones acerca de cuál es la tendencia necesaria o conveniente de desarrollo social y ordenan determinados eventos y acciones de acuerdo con esa imaginación: algunos serán inevitables, otros contingentes, algunos trágicos, otros lamentables pero necesarios, algunos locales o situacionales, otros generales, algunos naturales, otros reactivos, etcétera. ¿Cómo podría Juan Suriano concluir que el anarquismo era “inviable” si no lo considera una “reacción” pasajera en un momento tumultuoso del proceso de “modernización” de la Argentina? La modernización, así vista, es el camino normal, la política anarquista una equivocación pasajera. (5).¿ Cómo podría Mirta Lobato dejar planteado, a modo de advertencia, que los obreros de Berisso “fueron construyendo un lenguaje autoritario que buscó eliminar las disidencias, la confrontación y la competencia”, si no creyera que existe otro lenguaje democrático pluralista que es mejor para las sociedades? (6). Todas estas argumentaciones, naturalmente, involucran juicios éticos acerca del pasado que no emanan del pasado mismo, sino de nuestro presente.

Incluso la historia cuantitativa con frecuencia involucra valores. . Quizás podría considerarse libre de valoración una serie histórica de un mismo dato (digamos, la evolución del salario nominal). Pero tan pronto como se utilizan selecciones de datos o se construyen series compuestas, la valoración se filtra inevitablemente. Para mencionar un ejemplo local, la historiografía argentina del siglo XX en buena medida se apoya en el gran relato que establecieron Gino Germani y José Luis Romero alrededor de la noción de “modernización”. Las series demográficas que apuntan al engrosamiento de determinadas categorías ocupacionales, consideradas a priori de clase media, permitieron a esta perspectiva postular que las reformas introducidas por las élites argentinas a partir de 1860 dieron como resultado una sociedad que, hacia 1920, era “más esencialmente igualitaria” que la anterior. El tránsito de la (mala) sociedad tradicional a la (buena) moderna también se habría manifestado en otros ámbitos, como el de la cultura política y los hábitos, alimentando una narrativa del pasado en la que el “progreso” es lineal y acumulativo. Sin embargo, como señalé en mi Historia de la clase media argentina, existen varios indicadores cuantitativos que apuntan en sentido contrario: la distribución del ingreso en el mismo período empeoró de manera drástica; la clase alta se volvió mucho menos permeable al ingreso de hombres nuevos; el peso del trabajo bajo dependencia de un patrón creció a expensas de las formas de trabajo independiente; etcétera. En lo que involucra la cultura también existen datos que apuntan a un cambio, al menos, más ambivalente: en ese período se instaló un pensamiento racista y notoriamente más enemigo del diferente que el que existía en tiempos previos: la violencia contra los pueblos originarios alcanzó picos desconocidos; hubo un incremento sospechosamente alto del aniquilamiento de trabajadores a manos del Estado en el período que va del Centenario a 1924, etcétera. En fin, por la narrativa de la “modernización” que domina la historiografía argentina terminamos agradeciendo a Mitre, Sarmiento, o Roca, al conjunto de los estancieros como clase y a los emprendedores inmigrantes europeos que ellos trajeron, no sólo por el crecimiento económico y el (muy dudoso) mayor igualitarismo, sino también por la democracia, el refinamiento de los hábitos y el florecimiento de la cultura en general. La contracara de esta valoración ética del pasado, que sitúa a las élites y a los europeos como agentes del bien, es que se responsabilizó implícita o explícitamente a las clases más bajas y a los étnicamente criollos por el “atraso” y sus rémoras y recaídas de tiempos posteriores. Para superar las limitaciones de este esquema, propuse reemplazar el concepto de “modernización” –con su carga inequívocamente positiva- por el de “profundización del capitalismo”, que permite ver mejor las luces y sombras de ese período de profundo cambio social. (7) Así y todo, mi trabajo ha recibido algunas críticas por parte de quienes defienden la noción de modernización, acusándome de estar planteando una valoración del pasado en la que hay “buenos y malos”…El caso de Sarmiento es paradigmático: en mi libro menciono que era profundamente racista y despreciaba de forma notable a los pobres, algo que puede documentarse ampliamente en sus textos. No abro sobre ello juicios explícitos (porque no hace falta): apenas lo menciono. Recibí varias protestas por este punto en particular. Por algún motivo suena a valoración ética hacer esos señalamientos, pero, que yo sepa, no suelen perturbar a nadie los elogios a Sarmiento en Una nación para el desierto argentino, el clásico de Tulio Halperin Donghi, donde se los omite.

VALORACIONES ESTÉTICAS

Un comentario aparte merece un tipo de valoración que no es propiamente ética sino estética, ya que no se expresa mediante categorías morales, sino a través de la construcción de sentidos de lo bello y lo feo. Su efecto de sentido puede ser tanto o más fuerte que el del vocabulario moral. Tomemos por ejemplo La alta sociedad en la Buenos Aires de la Belle Époque, un libro reciente que es fruto de una tesis dirigida y evaluada por algunos de los historiadores más reputados del país y fue publicado en la colección “Historia y Política” de Siglo Veintiuno, canal de lo más selecto de la historiografía local. Indudablemente, un fruto de la buena historia. Su autor, Leandro Losada, se muestra allí cautivado por su objeto de estudio, cuya historia describe como la epopeya de civilización y refinamiento de las costumbres de una clase que debió construirse a sí misma sin contar con un pasado aristocrático. La prosa del libro está recorrida por una elegancia que se mimetiza con la que la alta sociedad pretendía poseer: el autor utiliza las propias palabras de la élite para referirse a ella y para describir sus costumbres. La valoración estética se hace evidente desde el propio título: el período de miras es la “belle époque”, que se inicia en 1880 y concluye hacia 1916 con el advenimiento de la “Argentina popular y de masas” (que evidentemente ya no fue tan belle). La estetización de las conductas de la clase alta mediante una cuidadosa elección de las palabras nos obsequia un párrafo como el siguiente:

“La vida sexual licenciosa de los muchachos fueron comportamientos tolerados, convencionalmente aceptados como experiencias aceptadas para traspasar el umbral que mediaba entre la juventud y la adultez. A propósito, las sirvientas y empleadas domésticas podían llegar a cumplir un interesante papel docente para que los muchachos se fueran templando en este sentido.” (8)

La cita comenta un documento de época que efectivamente refiere que “con frecuencia” los padres de familias acomodadas “confiaban a las sirvientas jóvenes la iniciación del muchacho”. La última línea es todo lo que el autor tiene para decir al respecto: el tema no vuelve a aparecer. De lo que estamos hablando en concreto es de una práctica que significaba con frecuencia ni más ni menos que la violación de las empleadas domésticas (que muchas veces eran “criadas” que ingresaban de niñas entregadas por sus madres y perdían toda contención externa, para no hablar de la carencia de todo derecho) o como mínimo la utilización de un lugar de poder para obtener favores sexuales. Claro, alguien podría objetar que “violación” o “acoso sexual” son nociones que describirían una práctica así hoy, pero que son ajenas al universo moral de aquella época. Prefiero dejar pasar esta cuestión para detenerme en cambio en las palabras que el autor eligió utilizar: “un interesante papel docente”. ¿Habrá sido “interesante” para las criadas de entonces iniciar sexualmente al hijo del patrón (y probablemente también satisfacer al patrón a menudo)?¿ Se sentirían gratificadas por ocupar un papel “docente” tan importante? Atravesar una situación tan interesante y gratificante, ¿les aliviaría la pena de ser dejadas en la calle al quedar embarazadas o de ocultar a todos durante años la identidad del padre de su hijo? Si en lugar de “interesante”, el autor hubiera escrito “asqueroso”, el efecto sería obviamente otro, sin que cambiara en nada el hecho real del que se trata. Evidentemente, la elección de las palabras está en sintonía con la voluntad de estetizar el mundo de la alta sociedad, de convertirlo en algo bello y, por ende, positivamente valorado.

Este breve recorrido impone la pregunta: si la valoración ética y estética del pasado es inevitable, no importa cuán cuidadoso pretenda ser un historiador, ¿Qué hacer con esta constatación? La cuestión viene animando un extenso debate. De hecho, desde fines de la década de 1990 la cuestión de la valoración del pasado ha adquirido un lugar central en las discusiones epistemológicas. Un creciente grupo de historiadores viene defendiendo la posición de que no hay motivo para avergonzarse por ello ni para regodearse en un cinismo posmoderno: si los juicios éticos nos son indispensables como individuos para comprender el mundo en que vivimos, si nuestra realidad está habitada, entre otras cosas, por gente buena y mala, cruzada por tendencias que consideramos dañinas o benéficas, repleta de víctimas inocentes y victimarios que nos resultan culpables, salpicada de momentos que nos resultan bellos o repulsivos, ¿por qué extraño motivo el mundo del pasado no habría de ser similar? Richard T. Vann propuso en 2004 incorporar “valoraciones fuertes”, sin complejos, como parte central de la labor historiadora. Otras voces se manifestaron en coincidencia en algunas de las revistas más reputadas del campo y George Cotkin llegó a hablar en 2008 de un verdadero “giro moral” en la disciplina. (9) Quienes –como el que escribe- se sitúan en esta posición, opinan que no hay ninguna necesidad de caer en los riesgos que apunta la objeción historicista: una cosa es valorar éticamente el pasado desde nuestro punto de vista y otra muy diferente atribuirle a personajes históricos universos morales que no tenían. La objetividad no implica siempre y necesariamente la imparcialidad: es perfectamente posible analizar en términos objetivos el conglomerado de razones que orienta el cambio social en un sentido determinado o que lleva a una persona a actuar de tal o cual modo, y asignarle al mismo tiempo un valor ético o estético para nosotros. De hecho, si ello después de todo es inevitable, será más objetiva una narración que no busque hacerlo invisible tras el manto de la ideología. Una valoración ética y estética visible y consciente, al menos, tiene la virtud de dar menos lugar a la propia ingenuidad y de ofrecerse honestamente al juicio de otros colegas.

ENSEÑANZAS PARA LA VIDA

En síntesis, a pesar de los prejuicios de muchos historiadores, no hay motivos de peso para expulsar los juicios éticos de la labor historiadora, ni mucho menos de la práctica docente. Por supuesto, la cautela en este plano es crucial. Pero para que la historia refuerce su capacidad de abrirse camino entre el público general no especializado, es imprescindible que se quite de encima los prejuicios que aquí analicé. Estudiamos y aprendemos historia para obtener enseñanzas para nuestra vida y no hay motivo para avergonzarse de ello. No es cierto que “el pasado es un país extranjero”, como afirma la famosa frase de L. P. Hartley que los historiadores gustan repetir. El pasado es un territorio que ciertamente ya no es el nuestro, pero que tampoco nos es del todo ajeno. Porque se trata de una tierra habitada por nuestros ancestros y porque ellos claman, desde las sombras de la historia, que no olvidemos sus padecimientos y que seamos capaces de ejercer esa “débil fuerza mesiánica” de la que hablaba Walter Benjamin, capaz de salvarlos de las garras de la clase dominante”. (10)No podemos entrar al pasado como a territorio extranjero porque nuestros muertos siguen corriendo el peligro de perder la vida. No se ingresa allí con las urgencias de la razón instrumental de un político, pero tampoco con las herramientas asépticas y el desapego del científico. Al pasado se ingresa con la vocación de comprenderlo y valorarlo, desde esa rara sensibilidad que aspiramos a tener los historiadores de saber escuchar a los muertos sin proyectar sobre ellos nuestras propias voces. Para ser objetivos, nuestras historias no necesitan carecer de tensión dramática; no precisan pasar frente al sufrimiento, la humillación, el odio y la opresión, ni frente al amor, los éxitos, alegrías y liberaciones como si todo les (nos) diera lo mismo. En la crisis de la historicidad que, como propone Frederic Jameson, caracteriza a la cultura posmoderna –en la que la lógica espacial desplaza a la temporalidad, y “el mundo pierde momentáneamente su profundidad” y amenaza con convertirse en “un flujo de imágenes fílmicas carentes de densidad”-, de lo que se trata es de trazar “mapas cognitivos” que nos permitan “aprehender nuestra ubicación como sujetos individuales y colectivos y recobrar la capacidad para actuar y luchar que se encuentra neutralizada en la actualidad por nuestra confusión espacial y social.” (11)

1- Marcela Ternavasio en “Las políticas de la historia”, Nuestra Cultura, año 2, N° 4, mayo de 2010, págs.. 12-15; Hilda Sábato y Mirta Lobato en “Falsos mitos y viejos héroes”, Clarín, 31/12/2005; Jorge Gelman en “La historia académica, al contraataque”, La Nación, 11/10/2007. Un interesante llamado reciente a la autocrítica en este sentido: Juan Manuel Palacio: “Nuestra historia, cautiva de una guerra de los relatos”, Clarín, 21/04/2011.

2- Adrián Ascolani (2009), El sindicalismo rural en la Argentina, Bernal, UNQ, pág. 31.

3- Marc Bloch (2001), Apología para la historia o el oficio de historiador, México, FCE, págs. 140-41.

4- Dora Barrancos (2007), Mujeres en la sociedad argentina, Buenos Aires, Sudamericana, págs. 97, 107, 162.

5- Juan Suriano (2001), Anarquistas: cultura y política libertaria en Buenos Aires, 1890-1910, Buenos Aires, Manantial, pág. 341.

6- Mirta Lobato (2004), La vida en las fábricas, Buenos Aires, Prometeo, pág. 319.

7- Ezequiel Adamovsky (2009), Historia de la clase media argentina, Buenos Aires, Planeta.

8- Leandro Losada (2008), La alta sociedad en la Buenos Aires de la Belle Époque, Buenos Aires, Siglo Veintiuno, pág. 135.

9- George Cotkin (2008), “History´s Moral Tum”, Journal of the History of ideas, vol. 69, N° 2, págs. 293-315; Richard Vann (2004), “Historians and Moral Evaluations”, History & Theory, vol. 43, N° 4, págs. 3-30.

10- Walter Benjamin (s/f), “Sobre el concepto de historia” , en La dialéctica en suspenso, Santiago, Arcis/Lom, págs. 47-68.

11- Frederic Jameson (1991), Ensayos sobre el Posmodernismo, Buenos Aires, Imago Mundi, págs. 58 y 86.