"Hacer un país es hacer hombres para que, a su vez, los hombres hagan el país" (Arturo Jauretche)

domingo, 21 de noviembre de 2010

Hernán Brienza: Discutir la Historia

Tiempo Argentino
Publicado el 21/11/2010

Desde hace unas semanas, el diario La Nación ha dedicado varias páginas a cuestionar los recorridos de la Historia que ya desde hace unos años los autores reconocidos como neorevisionistas, como Mario “Pacho” O’Donnell, Felipe Pigna, Araceli Bellota, entre otros, han iniciado. Primero fue una editorial en defensa de Julio Argentino Roca, en la que el diario abogó en favor de la Campaña al Desierto y la apropiación –al menos caprichosa– de tierras que surgió de esa ocupación militar por parte de las principales familias adineradas del país. En ese texto, el editorialista habló de “historiadores de toda laya” que se atreven a cuestionar a quien fuera dos veces presidente de los argentinos. Luego fue un extenso artículo del historiador liberal Luis Alberto Romero, quien, evidentemente enojado a la hora de escribir su opinión, se arrogó para sí el derecho de decidir quiénes son “historiadores” y quiénes son sólo “escritores” y lanzó una caterva de críticas sobre quienes cultivan hoy el neorevisionismo histórico. El blanco del ataque fue la celebración que ayer realizó el Estado Nacional en la Vuelta de Obligado homenajeando a los protagonistas de esa épica batalla y, sobre todo, lo que él llamó el “nacionalismo patológico”.

Romero considera que ciertos neorevisionistas cultivan este tipo de nacionalismo e intentan “transformar una derrota en victoria”, que existe un “sentido común nacionalista, muy arraigado en nuestra cultura, a tal punto de haberse convertido en una verdad que se acepta sin reflexión” y contrapone el nacionalismo, al que prefiero llamar patriotismo, sano, virtuoso e indispensable para vivir en una nación al patológico que predomina en el sentido común de los argentinos y que define como “una suerte de enano nacionalista que combina la soberbia con la paranoia y que es responsable de lo peor de nuestra cultura política. Nos dice que la Argentina está naturalmente destinada a los más altos destinos; si no lo logra, se debe a la permanente conspiración de los enemigos de nuestra Nación, exteriores e interiores. Chile siempre quiso penetrarnos. el Reino Unido y Brasil siempre conspiraron contra nosotros. Ellos fraccionaron lo que era nuestro territorio legítimo, arrancándonos el Uruguay, el Paraguay y Bolivia. La última y más terrible figuración del enano nacionalista ocurrió con la reciente dictadura militar. Entonces, el enemigo pasó de ser externo a interno: al igual que los unitarios con Rosas, la subversión era apátrida y, como tal, debía ser aniquilada. Poco después, la patología llegó a su apoteosis con la Guerra de Malvinas.”

Resulta interesante la operación cultural que hace Romero porque mete a los nacionalismos dentro de una multiprocesadora y sugiere que todos los nacionalismos son iguales. No difiere entre el nacionalismo republicano, el popular, el lugoniano, el liberal conservador. Para él, todos los discursos son iguales, en un claro error conceptual y metodológico. Porque uno podría estar de acuerdo que una exacerbación de la pasión nacional puede conllevar cierto tipo de conflictos en su vientre, pero unificar en un solo párrafo el nacionalismo americanista de Manuel Ugarte y el de la dictadura militar, el marxista de Juan José Hernández Arregui con el de Jorge Videla o, incluso, la “restauración nacionalista” que propone Ricardo Rojas con los desvaríos del general Leopoldo Galtieri, parece ser una operación cultural difícil de establecer y sostener. Menos en Romero, que es uno de los historiadores más reconocidos en los ámbitos académicos.

No todos los nacionalismos son iguales. Unificarlos es sólo una decisión ideológica que parte del prejuicio. Romero escribe: “Ese nacionalismo constituye un mito notablemente plástico, capaz de adaptarse a situaciones diversas. Así, nuestro actual gobierno puede hacer uso de él, resucitar muchos de sus tópicos –tarea en la que ayudan estos escritores neorrevisionistas– e incluir en su campaña general contra diversos enemigos –la lista es conocida– este revival de la Vuelta de Obligado que prenuncia una revitalización del mito en beneficio propio, tal como lo está haciendo con la causa de las Malvinas. En 1983, muchos creímos que habíamos logrado desterrar al enano nacionalista. Hoy, yo al menos lo dudo.” Resulta alumbrador, entonces, el final de la nota de Romero. Para él, los discursos oficiales del alfonsinismo habían logrado enterrar el nacionalismo. No se trataba de “cuestión nacionalista” mucho menos de enfrentamiento entre nacionalismos. Para él fue todo lo mismo. Todo fue un “enano nacionalista”. Detrás de su operación cultural no hay otra cosa que una “teoría de los dos demonios” aplicada a los discursos sobre la Nación. Es de alguna manera simplificar los términos de una dialéctica en un solo bloque. El demonio es el nacionalismo –no importan los matices, las diferencias, las contradicciones, las batallas entre sus distintas manifestaciones y expresiones– y del otro lado una sociedad pacífica, liberal, inocente, librepensadora que ha sido víctima de los fanatismos intelectuales.

Por suerte desde la crisis de 2001 al Bicentenario, los argentinos hemos decidido que lo patológico es cristalizar discursos (por muy maquillados de pluralismo y democracia que estén) más que poner en cuestión las interpretaciones –algunas más sofisticadas, otras menos agraciadas, tal vez– sobre el nacionalismo. Defender un bastión –con sus privilegios– siempre es una tarea ardua. El diario La Nación lo sabe. Por eso sale a sentar posición: la historia argentina no se toca, advierte. Y en Romero tiene, claro, una de sus mejores espadas. Eso es defender una hegemonía cultural. ¿Por qué ocurre? Sencillo: porque sienten en peligro su dominio sobre el pasado. Hoy ven cuestionada sus propias visiones de la Historia. Claro que lo que para ellos es una mala noticia, para la mayoría de los argentinos es una buena nueva: en la pluralidad de voces, de intenciones, de miradas, surgen, si es que las hay, las verdades sobre el pasado común. Cuestionar la Historia, pese a quien le pese, es signo inequívoco de que un pueblo está vivo.

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