Tiempo Argentino ( 05/12/2010)
Creemos que el empate hegemónico en la historia argentina se produce entre esas dos grandes tradiciones: el liberalismo-conservador y la línea nacional-popular.
Por qué la Argentina no encontró su lugar en el mundo durante 200 años de historia? ¿Por qué ha ido y vuelto entre dos modelos económicos que cada diez o quince años se suplantaban y fundaban un nuevo país echando por tierra todo lo que había construido su predecesor? ¿Por qué la Argentina no puede realizar políticas a mediano y largo plazo que le permitan mantener un rumbo estratégico? Hay muchas respuestas a estas incógnitas. Muchas de ellas echan mano a cuestiones económicas, coyunturas internacionales, discursos institucionalistas y republicanos, cuestiones culturales, étnicas, prejuicios raciales. El problema no es sencillo, claro, pero creo que en la reformulación de un concepto de Juan Carlos Portantiero se puede hallar una punta para desenrollar la madeja: hablo de la idea de “empate hegemónico”.
En 1973, Portantiero analizó el escenario político de la década de 1970 en términos gramscianos, y definió “empate hegemónico” como: “1- Mantenimiento crónico de una situación de crisis orgánica que no se resuelve como nueva hegemonía por parte de la fracción capitalista predominante ni como crisis revolucionaria para las clases dominadas. 2- Predominio de soluciones de compromiso en las que fuerzas intermedias, que no representan consecuentemente y a largo plazo los intereses de ninguna de las clases polares del nudo estructural ocupan el escenario de la política como alternativas principales, aun cuando su constitución sea residual y su contenido heterogéneo inexpresivo de las nuevas contradicciones generadas por el desarrollo del capitalismo monopolista dependiente en la Argentina. Con estos alcances tendría sentido una definición de la situación de hoy (1973) en el plano político-social como de empate: Cada uno de los grupos tiene suficiente energía como para vetar los proyectos elaborados por los otros, pero ninguno logra reunir las fuerzas necesarias para dirigir el país como le agradaría. Nuestra hipótesis es que la raíz de esa situación se halla en que ninguna de las clases sociales que lideran los polos de la contradicción principal (capital monopolista/proletariado industrial) y que son por ello objetivamente dominantes en su respectivo campo de alianzas ha logrado transformarse en hegemónica de un bloque de fuerzas sociales.”
La otra noche, mientras cenaba con dos amigos politólogos, Lucas Krotsch y Agustín Pineau, ensayábamos una reformulación del concepto de “empate hegemónico” y analizábamos la posibilidad de recuperarlo para reflexionar sobre los 200 años de historia argentina. ¿Ha vivido la Argentina en un empate hegemónico? Creemos que sí, aun cuando no hayan sido las mismas formas estructurales de poder, los mismos bloques históricos (dominación económica, política, cultural) e incluso cuando la idea de revolución y lucha de clases en términos marxistas no tuviera ninguna incidencia en el devenir histórico.
Creemos que el “empate hegemónico” en la historia argentina se produce entre esas dos grandes tradiciones: el liberalismo-conservador (con mayor o menor nivel de concentración y monopolización del poder y la riqueza) y línea nacional-popular (con mayor o menor nivel de distribución, democratización y desmonopolización del poder y la riqueza). Ya no se trata de la dicotomía falsa entre la Unión Cívica Radical y el Partido Justicialista en término electoralistas. Ya no se trata, ni siquiera, de la antinomia “peronismo-antiperonismo”, como quieren construir el relato con cierta malicia operadores culturales de uno u otro lado. La diferencia está dada por quienes, en cada coyuntura histórica (independencia-federalismo-yrigoyenismo-peronismo-kirchnerismo), han logrado ampliar la distribución de la mayor cantidad de recursos –políticos, económicos, culturales– en la mayor cantidad de individuos y sectores posibles de la sociedad.
El empate hegemónico se produjo en la historia argentina porque el liberalismo-conservador (representación política de los sectores dominantes) no ha tenido nunca la voluntad política ni la posibilidad –quizás por su propia lógica de “empoderamiento”– de incluir en su proyecto a las grandes mayorías que se vieron relegadas y condenadas a convertirse en víctimas de la represión en todas sus formas. Tal vez habría que hacer un paréntesis en dos momentos históricos que dieron la apariencia de incluir mayorías. Nos referimos al proyecto roquista que inició el proceso de convertir al “gaucho malo” en peón y sancionó la Ley 1420 de Educación –dicho esto sin olvidar la campaña de exterminio contra los pueblos originarios y el latrocinio de la tierras del sur–, y también, en los primeros años del menemismo, durante los cuales se había entrelazado una alianza de sectores dominantes y populares que parecía poner fin a la historia argentina. Las dos experiencias terminaron funestamente: En 1890 se produjo la crisis comercial y financiera más importante del siglo, y en 2001, como todos recordamos, el país volvió a estallar por los aires.
(Digresión 1: resulta interesante el juego discursivo respecto del pasado. Cuando el liberalismo-conservador se impone que “cierra etapas”, “da vuelta páginas”, “concluye la historia”. Cuando lo hace la línea nacional y popular, generalmente, “funda una nueva nación”, “abre etapas”, “reaviva la historia”.)
El problema que encontró la línea nacional para imponer su hegemonía fue, justamente, la concentración de recursos que propulsó siempre el liberalismo-conservador. Si bien este bloque logró tender lazos con las grandes mayorías e intentó incluir en la escena a los sectores populares, siempre se encontró con el límite de la ruptura institucional por parte de los sectores dominantes. En el derrocamiento de Manuel Dorrego, en diciembre de 1828, se halla la matriz de los posteriores golpes de Estado: el de 1852 contra Juan Manuel de Rosas, el de 1930 contra Hipólito Yrigoyen, el de 1955 contra Juan Domingo Perón, el de 1966 contra Arturo Illia, el de 1976, todos, claro, con sus diferencias y sus matices.
Como escribió Portantiero: “Cada uno de los grupos tiene suficiente energía como para vetar los proyectos elaborados por los otros, pero ninguno logra reunir las fuerzas necesarias para dirigir el país como le agradaría.” Es más, se podría decir, que, mientras los unos encuentran sus límites en las rupturas institucionales, los otros los encuentran en las crisis sociales, económicas y políticas que provocan sus experiencias gubernativas.
Por primera vez en muchos años, un estadio de la línea nacional y popular tiene la posibilidad de imponer un proyecto hegemónico a mediano plazo, más allá de la alternancia en el gobierno. De 2003 a la fecha, tanto el gobierno de Néstor Kirchner como el de Cristina Fernández han logrado, con serenidad, sin apresuramientos suicidas, ampliar la brecha de participación económica, política y social; lo que se conoce como “profundización del modelo”. Si el año que viene, como la mayoría de la encuestas sugiere, la presidenta gana las elecciones, se producirá por primera vez en 160 años la continuación de 12 años en el poder –tres mandatos– de un gobierno de este sector.
(Digresión 2: Los voceros del modelo liberal-conservador –Mariano Grondona, Elisa Carrió, Joaquín Morales Solá, por ejemplo– siempre han criticado la voluntad hegemónica del kirchnerismo. Curiosamemente, jamás se han quejado de la hegemonía impuesta durante siglo y medio por los “organizadores nacionales”.)
Con esa perspectiva por delante, quienes confían en este modelo compartirán con nosotros la idea de que es necesario comenzar a establecer estrategias a mediano y largo plazo. Es necesario proyectar la Argentina a 20 o 30 años, para transformar el modelo en un proyecto sustentable. Para eso parecería fundamental profundizar la batalla cultural –en términos valorativos, históricos, mediáticos y educativos–, establecer un pacto que permita encontrar un equilibrio duradero entre los distintos sectores productivos, y, claro, llevar adelante un mega-plan que permita erradicar de una vez por todas la infraestructura de la pobreza y la indigencia. La Argentina, a través de su obra pública, no puede darse el lujo de seguir manteniendo a gran parte de su pueblo en condiciones miserables. Es decir, aun cuando no sean resueltos los problemas de desocupación y de distribución de la riqueza, aun cuando el salario de un trabajador no supere la línea de la pobreza, el Estado debe garantizarle –como dice en la Constitución– viviendas dignas con agua potable, gas natural y cloacas.
De los 200 años de historia que festejamos los argentinos, menos de 50 años fueron gobernados por la línea nacional. La democracia, porque respeta la voluntad de las mayorías e impide, o al menos deslegitima, la posibilidad de rupturas institucionales, permite abrir esperanzas respecto de la posibilidad de imponer una hegemonía nacional y popular para estas tierras. Hoy, en el peronismo, por ejemplo, son pocos los cuadros y militantes que discuten abiertamente el modelo actual –hay sí críticas a la metodología pero no a la concepción valorativa–. Por eso es que resulta necesaria la formación de dirigentes, cuadros y militantes que extiendan y profundicen el modelo a lo largo del tiempo.
Por último: ¿Cuándo se consolida una hegemonía? Sencillo: cuando se produce el trasvasamiento generacional del que hablaba Juan Domingo Perón. Cuando un proyecto no depende exclusivamente de sus protagonistas. Todavía no es tiempo de hablar de estas cosas, claro, pero es tiempo de ir rumiándolas.
Hernán Brienza
Periodista, escritor y politólogo
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