"Hacer un país es hacer hombres para que, a su vez, los hombres hagan el país" (Arturo Jauretche)

viernes, 30 de marzo de 2012

Piñeiro Iñíguez / PERÓN: La construcción de un ideario

EL PERONISMO COMO ENCRUCIJADA FINAL DEL NACIONALISMO ARGENTINO

   Una correlación elemental podría establecerse en estos términos: Perón es impensable sin la Revolución de Junio de 1943, de la que dos años después emerge como líder. Sin embargo, el contexto ideológico nacionalista del proceso que llevó a dicha instancia, ha sido poco discutido: “antes de examinar la significación del gobierno militar resulta esclarecedor hacer un balance histórico del nacionalismo que lo inspiró” dirá Jorge Abelardo Ramos como quien se refiere a algo obvio. Pero rastrear los orígenes nacionalistas de las ideas de Perón encierra varias complejidades, pues, si se quiere rotular al pensamiento peronista, seguramente la mejor fórmula sea la del nacionalismo popular.

   Ciertamente –y tal vez en especial en Argentina-, el término ”nacionalismo” ha sido empleado en demasía, denotando movimientos políticos y actores sociales que muchas veces habrían sido mejor contenidos bajo la etiqueta de “derecha”. También, por algún motivo sólo en apariencia esotérico, cualquier asonada o golpe militar producido en el país –propiamente a partir de 1930- se ha autocalificado o ha sido calificado por la ligera prensa como nacionalista, no importa cuán liberal fuese su programa. Finalmente, enunciemos que este uso abusivo del término ha ido acompañado por una ideologización mundial –fruto de los resultados de la Segunda Guerra- según la cual todo nacionalismo, de cualquier latitud y circunstancia, resultaba ser encarnación del nacionalismo totalitario de diversos países europeos (los más demonizados, Alemania e Italia).

   No se ha concedido, pues, el derecho a la diferencia a procesos sociopolíticos como, entre otros, los de los nacionalismos populares latinoamericanos: la elemental distinción entre procesos radicalmente diversos fue ocluida, y un nacionalismo defensivo, propio de naciones jóvenes, en construcción, ha sido superficialmente equiparado al nacionalismo agresivo, expansivo, de antiguas naciones que, en cuanto tales, habían alcanzado un estado indiscutible de madurez. Con más razón, se ha insistido, sí, en que en este tema no hay muchas dudas acerca de qué es primero, si el huevo o la gallina, es decir, si el nacionalismo o la nación. Contra lo que indicaría el sentido común, quienes mejor han estudiado el tema –Gellner, Hobsbawn, por ejemplo- coinciden en destacar que el nacionalismo es anterior: son grupos humanos que idean, imaginan la nación, y no la presencia de esta nación la que genera en determinados sectores el afán de defenderla, fortalecerla, hacerla grande o hacerla feliz, según sean los presupuestos ontológicos que los guían. Esta última actitud configuraría el patriotismo, algo que en cuanto sentimiento es cercano al nacionalismo, pero carece de su racionalidad constructiva, de su vocación programática.

   Observemos adicionalmente que las naciones europeas –modelos universalizados- se configuraron como Estado-nación hacia finales del siglo 18, cuando ya llevaban siglos –desde le comienzo de los tiempos, podría exagerarse- siendo naciones en el sentido de ser pueblos diferenciados, si bien no políticamente, sí desde el punto de vista de ciertas variables culturales (a veces el idioma, a veces la religión). Por ese entonces, nuestros países americanos eran colonias ibéricas y apenas si consideraban soñar con su independencia. Consignemos que, aun cuando se soñaran autónomos, nuestros nacionalistas de entonces nunca pensaron en que, a la vuelta de alguna década –ya en el siglo 19-, las colonias americanas de España y Portugal se habrían escindido en veinte republiquetas inviables, cuya condición de existencia fue la de establecer vínculos semicoloniales con Gran Bretaña. La cuestión nacional quedó inconclusa, pendiente para el siglo 20, y no es seguro tampoco que en esa centuria ya pasada se haya resuelto. Pero es a ese proceso al que aquí nos referiremos, partiendo de una convicción: los que llevaron más lejos esa programática de la nación fueron los nacionalistas populares y, muy destacadamente entre ellos, el peronismo.

   El análisis no debe centrarse en los hechos institucionales sino en los procesos sociales vivos, que a veces desmienten la conformación y entidad de naciones concebidas con la mayor pompa. Esto puede resultar más claro si se estudia el caso argentino, donde a partir de 1870/1880 se observa el fuerte proceso de modernización y organización institucional de un Estado central que cubre todo el territorio. Incluso se complementa su escaso contingente poblacional con la llegada de millones de inmigrantes europeos. Sin embargo, el país sigue sin ser propiamente una nación, y esto fue percibido en forma oscura –con mayor o menor conciencia-, pero siempre dramáticamente, por los nacionalistas argentinos, desde aquellos francotiradores como Manuel Ugarte, a quienes puede asignárseles un papel precursor –y que emergieron con sus libros candentes hacia 1910, cuando se celebraba el Centenario de la Patria, que no el de la Nación- hasta las últimas camadas importantes de intelectuales nacionalistas, actores públicos ya a partir de 1940. Incluso cuando la mayoría de ellos, entregados a la revisión de la historia, creen estar exaltando cierto pasado –la época de Rosas, prototípicamente- como si se tratara, precisamente, de una encar-nación olvidada, lo que hacen es elaborar una versión nostálgica, decadente, de algo que no fue: añoran lo que nunca ocurrió.

   Para el espectador que asiste a sus aventuras intelectuales, la nación con la que sueñan (así sea retrospectivamente) los nacionalistas argentinos no podría ser otra que aquella que consiste en la recuperación de un máximo de decisión nacional para el Estado, bajo la forma del control sobre los servicios financieros y el comercio exterior, la estatización de los servicios públicos y la creación de empresas estatales en sectores extractivos e industriales considerados estratégicos. Es decir: la nación peronista. Sin embargo, salvo contadas excepciones, los nacionalistas tradicionales rechazan su viejo sueño cuando viene envuelto en aires plebeyos que les resultan intolerables; la justicia social, que ellos mismos han predicado en abstracto, pone las bases para una sociedad de iguales que olvida la importancia de las jerarquías, del orden preexistente. Los nacionalistas se evidencian como lo que son: hijos de conservadores y, puestos a elegir sin terceras alternativas, conservadores ellos mismos. Es notable cómo su discurso, ante relaciones económicas que se transforman –al estilo nacionalista popular, vale decir, sin el fervor expropiatorio de los marxistas- se retrotraen hacia el liberalismo que solían condenar.

   Esta índole de procederes no es una originalidad argentina: siempre ha habido mucho “padre” que se asusta ante la realidad del “hijo” y opta por no reconocerlo, o reconocer sólo los rasgos que, de acuerdo a la convención, le parecen aceptables. Esto se redobla en un proceso como el argentino de los años alrededor de 1950, porque el peronismo no sólo está fundando o refundando la nación argentina sino que está dándole ingreso al país en una forma de modernidad democrática distinta: es una sociedad diferente, en la que las aristocracias soñadas por los nacionalistas no pueden concurrir a la cita porque las masas les cierran el camino.

Piñeiro Iñiguez, Carlos
Perón - La construcción de un ideario
Siglo XXI Editora Iberoamericana (2010)

No hay comentarios:

Publicar un comentario