Deberíamos considerar a la educación como un patrimonio estratégico de la Nación más que como un bien de progreso personal. En el título académico, profesional, técnico especializado, reside un potencial del país que se equipara, en su capacidad social transformadora, al derivado de la explotación de los recursos naturales.
La cuestión gira entorno al papel actual del Estado como garante de una política educativa que, aunque históricamente ligada a las posibilidades de acceso de las clases altas y medias, genere los mecanismos necesarios para la inclusión a ese universo del pueblo trabajador.
Este paradigma social sería el encargado de garantizar la diferencia sustancial –en países con las condiciones geográficas favorables como el nuestro- entre una Nación soberana y una colonia abastecedora de materias primas, subordinada en el contexto económico global determinado por los países centrales.
El atraso de América Latina siempre estuvo ligado a su situación colonial derivada de las enormes riquezas que guarda en su seno. Aquí, más que en cualquier lugar del planeta, adquirió sentido trágico la ecuación: “países ricos, sociedades pobres”.
El liberalismo conservador que impregnó gran parte de la vida histórica argentina tuvo su correlato político en la alianza de la clase dominante (terrateniente/agroexportadora de la región pampeana- comercial portuaria), con el capital extranjero, y parió gobiernos subordinados y/o adictos a un “establishment” que modeló el país según las relaciones derivadas de esa situación de “estancia - factoría extranjera”. A decir de Hernández Arregui: “La historia nacional será –desde la caída de Rosas- la lucha entre las tendencias populares de las grandes masas políticas y la máquina opresora de la clase terrateniente”.
La educación no escapó a dicho contexto. Factor fundamental para cimentar los preceptos liberales y antinacionales, funcionó –en los niveles iniciales- como desvinculante de nuestras raíces indo-hispánicas, extendiendo prejuicios clasistas y raciales – aversión inicial hacia el criollo y el indio y luego hacia el inmigrante de la Europa mediterránea- que consolidaron en el pueblo una mentalidad de subordinación, sojuzgamiento espiritual y servidumbre, común a la acción de todas las oligarquías en su necesidad de perpetuar el sistema opresivo. En palabras de Jauretche: “La falsificación de la historia funciona como un sistema destinado a mantener la desvinculación y prolongarla, en lo sucesivo, imponiéndola para el futuro gracias a la acción de la prensa y la enseñanza, de la escuela a la universidad, como una dictadura del pensamiento que hiciera imposible esclarecer la verdad y encontrar en el pasado los rumbos de una política nacional”.
Las dos guerras mundiales y la consiguiente decadencia del imperio británico, al que estábamos subordinados política y económicamente, posibilitó, en la necesidad de reemplazar la importación de manufacturas, el desarrollo de la industria nacional, liberando las fuerzas sociales que permitieron la consiguiente llegada al poder de los representantes de aquellas masas campesinas y proletarias relegadas (Irigoyen/Perón), modificando esa estructura social organizada para mantener el status quo agroexportador.
Las recetas liberales, que tanto gobiernos democráticos como dictaduras cívico/militares impusieron al país, forzaron crisis económicas que repercutieron de forma intencionada en la pérdida de poder adquisitivo de las masas obreras; una planificación que en sus consecuencias últimas aseguró la imposibilidad del acceso de esas masas a niveles de enseñanza superiores. Citando nuevamente a Jauretche: “La enseñanza superior cumple entre nosotros la función de resolver el problema económico de los hijos de las minorías y parte de las clases medias y extraer, accidentalmente, algunos elementos calificados del seno del pueblo para incorporarlos. Carece de finalidades sociales más amplias y lógicamente carece de finalidad nacional. Nuestra universidad y nuestros institutos superiores están organizados para capacitar los estratos medios de la sociedad pastoril, que necesita sólo doctores y pedagogos.”
Y sentencia: “En la competencia del poder, las sociedades no pueden perder fuerzas que el privilegio deja de lado, ni malgastar las suyas, en beneficio de los individuos.”
Varios son los aspectos que deben confluir para garantizar ese acceso a los niveles más altos en la escala educativa. La impronta del Estado es lógicamente la más efectiva, pero no la única. El sindicalismo –en un momento donde ha recobrado su fuerza social histórica- debe concientizar al trabajador en el reconocimiento de la importancia de que sus hijos alcancen metas objetivas como profesionales, técnicos y pedagogos, equilibrando así un universo reservado a otras clases sociales, además de garantizar los medios necesarios para ello.
En ese equilibrio y de esa inyección de fuerzas intelectual y técnicamente preparadas provenientes del pueblo trabajador reside el cambio del paradigma de “riqueza”, en un mundo donde el conocimiento sigue siendo un factor de poder estratégico global.
Julio Capanna